MOBILIARIO URBANO por ÁNGEL RESA
Evasión local, invasión (pacífica) de visitantes e introspección de quienes mantienen el apellido santo de la semana
Estamos a punto de cerrar la semana que cabe definir con el sermón de las tres palabras. Las terminadas en ón sin que supongan, necesariamente, términos aumentativos. A saber: evasión, invasión (pacífica) e introspección. Por si se nos quedaba corta le hemos metido un día más –el lunes de Pascua- al calendario para estirar las benditas jornadas de asueto. Y queda un ciclo curioso: autóctonos que tienen a Vitoria muy vista y buscan nuevos paisajes, foráneos que reparan en la existencia de la capital alavesa cuando no hace tanto ni siquiera la fijaban en un mapa y lugareños que aún mantienen el concepto santo de la pasión. Que hay gente para todo ya lo advirtió el Guerra y tal sentencia lo mismo sirve para un roto que a la hora de zurcir un descosido.
Algunas pruebas evidentes arropan la teoría de la (gran) evasión. Encontrar el ascensor en el mismo piso tiempo después de haberlo utilizado significa que en el bloque no queda ni el Tato para inquietud de quienes piensan que algo malo ocurrirá sin nadie para socorrerles. Apagar la luz fija del portal a media mañana también ofrece una pista como las de Gila. Ya saben, alguien ha fumado aquí o alguien ha matado a alguien. Otra muestra de la insularidad humana, rodeada de nada por todas partes en estas fechas de toma las vacaciones y corre. Si no basta con estos ejemplos añadan los abundantes huecos vacíos en el garaje comunitario y los inauditos lugares donde aparcar en las calles céntricas de la ciudad. Las abuelas se extrañan de que el personal líe el petate a la primera ocasión en plena crisis, pero la verdad es que aquí nos quedamos quienes no tenemos otro remedio.
Vayamos ahora con la tranquila invasión. Visitantes provistos de planos y menos cámaras fotográficas que antes por el triunfo incontestable de esos móviles plenipotenciarios. Quien no se retrata delante del seto vegetal en la Virgen Blanca es que ha confundido las coordenadas a la salida del hotel y tira hacia Salburua o Zabalgana en lugar de emprender la peregrinación a la almendra. Lo mismo puede aplicarse a los que regresan a sus orígenes sin haber posado junto a Celedón en la balconada de San Miguel. Los turistas rulan por el Casco Viejo entre palacios de gran valor y murales urbanos que alegran las córneas. Eso si no están enviando ‘guasaps’ para contar a sus amistades lo que dejar de ver en el momento por la convulsa fiebre del teclado. El colmo de la modernidad mal entendida lo encarna esa pareja que no se cruza palabras ni miradas, volcados sus dos miembros en el sentido táctil para decir al resto lo que no se comunican entre ambos. Parecido a contemplar el Central Park neoyorquino desde las alturas a través de un visor.
Pretéritos quedaron los tiempos en los que acudíamos –Jueves Santo, me suena- a recorrer siete iglesias donde musitábamos las mismas jaculatorias que, por la fuerza mecánica de la reiteración, sabían a proclamas espirituales huecas. Tal vez esa costumbre haya volado al desván etéreo del olvido, pero quedan ritos religiosos que muchos creyentes alimentan cada año con todo el derecho del mundo. Siempre que mande la voluntad clara y no la imposición oscura de otras épocas. La escenificación callejera queda para las procesiones que parten desde los Desamparados y San Vicente, compuestas de penitentes que perpetúan las tradiciones con un orgullo legítimo. La introspección se resguarda dentro de los templos que acogen estos días a los fieles que intuyen trascendencia donde otros apenas divisamos la inevitable línea de meta.
Aquí permanecemos quienes no hemos podido unirnos a la comitiva de la gran evasión. Bajo este sol extraño y agradable apetece repasar alguna de las obras maestras de Gabriel García Márquez. Gabo no resucitará al tercer día, pero sus obras jamás caerán en las garras carcelarias de la muerte porque jamás abandonarán el valle de las lágrimas. Los hay que no creen en el paraíso, pero sí en la tierra prometida de Macondo. El sitio literario de las piedras como huevos prehistóricos.