MOBILIARIO URBANO POR ÁNGEL RESA
Magialdia y la feria del libro viejo nos ayudan a sobrellevar las llanezas terrenales
Resulta agradable pasear de mañanita, aunque no la cante el rey David, por el centro de Vitoria. Sobre todo si al sol le da por aparecer el día en que el verano entrega el relevo al otoño eterno de esta ciudad que gasta temperaturas recias. Comprobar la calma de San Antonio o la tranquilidad relativa de Postas sin eslalom de bicicletas serena el ánimo. También entender que Dato es una calle peatonal a salvo de furgonetas de reparto y demás vehículos de la dichosa movilidad que la convierten entre semana en un ramal de la A-68. Observar sin prisas los miradores hermosos que jalonan el Ensanche tiene lo suyo. Hasta se agradece ver rostros relajados en las mismas caras que suelen teñirse de muecas hurañas. Como que la vida transcurre a cámara lenta y esa velocidad reducida permite disfutar de matices que a menudo ignoramos.
Por ejemplo, avanzar tres pasos y detenerse ante los mostradores que enseñan libros viejos a precios antiguos. La plazuela de Correos ya es el hábitat propio de esta feria peculiar donde siempre aparece algo rescatable. Volúmenes manoseados a tres euros la unidad o cinco la pareja, estrategia de tómbola que nos recuerda el soniquete de ‘lo estamos dando, lo estamos regalando’. Hay más variedad que en el trasfondo de una botica, desde clásicos imperecederos hasta los tomos benditos de Mortadelo. Larga vida a Ibáñez. Arte y gastronomía, pensamiento y ensayo, novela negra e histórica, biografías y autoayudas cuyos consejos parecen la purga del tío Benito…
El sudamericano que atiende uno de los puestos recuerda la necesidad de ser un buen comercial hasta para vender esos libros de miniatura que entran holgadamente en el hueco de la mano. Se dedica a los dichos y los refranes, a camelar a la clientela con frases de ingenio estudiado que incitan a entablar conversaciones con él. “Este para su pareja. El otro para la ex”, dice al joven acompañado de una chica. “¿Cómo que no, hombre? Donde fuego hubo cenizas quedaron”, remata este hombre que podría impartir clases de mercadotecnia sin necesidad de convalidar títulos rotulados en inglés.
Siempre he pensado que leer alimenta ese éter intangible que vive entre músculos, tendones y huesos. Alma lo llaman algunos; espíritu, indican otros. También creo que la lectura nos induce a observar la vida como un dodecaedro, a movernos entre diferentes puntos de vista. Y nos genera ilusión, que buena falta hace en estos tiempos de números amenazadoramente menguantes. De ahí que convenga saludar con afecto, por ejemplo, la nueva edición de Magialdia, otro de esos certámenes veteranos que tienen a Vitoria apuntalada en el mapa de las citas obligatorias. Frecuenté en mi juventud a amigos que asombraban con sus ilusiones ópticas de cerca y a todos se nos ha alegrado la cara tras ver esta misma semana en imágenes del periódico la inocencia divertida de los chavales envueltos por las telas suaves de la prestidigitación. Todo escenario vale para sorprender. Lo mismo el escaparate de una tienda que la parada del tranvía, ejemplo de ilusionismo para una ciudad que hace años desdeñó el metro ligero.
Sí, nos viene bien la esperanza que procuran magos o escritores con la que sobrellevar las llanezas terrenales de la vida cotidiana. Por ejemplo, el retorno impune de las dobles y larguísimas filas a las puertas de los colegios, que servidor denunció el domingo pasado y Bizikleteroak ha censurado estos días. Tenga cuidado con sobrepasar un rato el talón de la OTA, pero tranquilo si estaciona el coche irregularmente media hora delante del centro escolar. Que obstaculiza a quien quiere salir, peor para el otro. Que surge un niño de la nada que separa dos parachoques, mala suerte para todos. Eso sí, al mismo tiempo se celebra la semana de la movilidad que criminaliza el coche y concluye la bendición que suponen las bicis y el transporte público. Con un par.