Carlos, Mikel, las víctimas de Santiago… La humanidad aflora en una semana horrenda
De esto hace casi cuatro décadas y entonces no existían los correos electrónicos, la telefonía móvil ni los ‘whatsapp’. Nos comunicábamos por llamadas al fijo, cartas franqueadas con sellos de Correos o telegramas inquietantes. Yo recibí uno por mi cumpleaños, a primeros de mayo. En vez de anunciar malas nuevas condensaba todo lo bueno que puede resumirse en nueve palabras. Recordaba el día en que nací y un éxito, otro más, de aquel glorioso equipo colegial del deporte vitoriano. “Felicidades. Viator baloncesto mañana final. Besos. Javier y Carlos”. Me lo envió mi tío, quien fue boxeador aficionado, atleta, futbolista y árbitro. El padre de Salinas, fallecido el martes en un horrendo accidente de tráfico. Vayan las lágrimas de pozo negro por mi primo y por Mikel, el niño de cinco años. Jamás la muerte debería sacudir la aldaba tan pronto, en ninguno de los casos.
La memoria es un sistema automático que echa a funcionar sin pedir permiso en circunstancias como estas. Recuerdo aquellas matinales de domingo en Mendizorroza, viendo a los Cengotita, Lete, Boni, Garaialde, Salinas… Perdone el resto que no acierte a completar la serie. Un grupo competitivo, fruto de una ciudad que ha mamado siempre en las ubres del baloncesto. Una máquina forjada en la cantera, nunca mejor dicho, de Juan Pinedo, entrenador duro que ríanse de Ivanovic. (Con perdón). El que fue base del Vasconia -entonces con ‘v’ y ‘c’- modeló a sus pupilos en la disyuntiva del ‘camina o revienta’. Y fabricó un equipazo campeón de España juvenil cuando por aquí jugaban los chavales de Vitoria apuntalados por algunas incorporaciones foráneas.
Con el recuerdo perenne del niño Mikel, con la solidaridad tal vez inútil pero sincera a carta cabal para esa familia, no puedo ni quiero evitar la redacción de algunas palabras sobre Carlos. Al fin y al cabo, primo, soy un juntaletras que compartió contigo tertulias radiofónicas sobre el deporte que amaste. Nos veíamos mucho menos de lo conveniente, pero cada encuentro parecía una continuación de una charla en la víspera. Por encima del hueco indudable que dejas en el baloncesto alavés como exjugador y vicepresidente de la Federación, quiero decirle a la gente que eras un buen tipo. Cordial, afable, fuerte, cariñoso, optimista y atento. Vamos, que era un gusto estar contigo. Que como un día coincidimos, tu madre y la mía empezaron de cuñadas y terminaron como amigas de alma a tiempo completo. Y todos sabemos, Carlos, cuánto unen las amas.
Ignoro si el termómetro que mide la influencia de alguien en los demás lo marca el funeral. Tendemos a atender las campanadas del duelo. Solo sé que tanto La Coronación (Carlos) como la iglesia de La Puebla (Mikel) estaban el viernes repletas de tristeza y de desolación. Seguro que ambos cultivaron bondades para que tanta gente anduviese rota, con rostros como muecas severas y agua salada en las mejillas.
A todo esto un tren desparrama ochenta cadáveres a las puertas de Compostela en la víspera del apóstol Santiago. Coordenadas macabras en el espacio y el tiempo. Y el personal que esperaba en el Obradoiro los fuegos artificiales que preludian la fiesta acude sin una pizca de duda a ayudar, un verbo escrito en mayúsculas. Por encima de complejos que lo lastran este es un país enormemente solidario, donde la gente invade las vías para romper ventanillas y sacar heridos de los vagones. Donde las colas no terminan para donar sangre. Donde los sanitarios que disfrutaban de vacaciones acuden a sus puestos de trabajo en los hospitales. ¿Sanidad pública? Pues claro que sí. De qué, en caso contrario, tal sentimiento de responsabilidad. Los bomberos, los policías y los médicos -en masculino y femenino- también son funcionarios, no solo esos seres muchas veces injustamente denostados que intuimos ante el ordenador. Una semana tan dura demuestra que cabe extraer bonhomía del pozo negro donde chapotean las lágrimas.