Existe una brecha entre las bondades que comunica Osakidetza y las sensaciones ciudadanas
Muchas veces, demasiadas, existe una distancia notable entre las comunicaciones que proceden de los gabientes políticos y la percepción que los ciudadanos tienen sobre el mismo tema. En estas páginas pudieron leer el jueves que la lista de espera para someterse a una operación en Osakidetza bajaba jubilosamente a cincuenta días. A ver quién discute el cruce de casillas de Excel que compone la macrosanidad. Pero las sensaciones de los pacientes que la Administración ha dado en llamar clientes marcha por otro lado. Me referiré a unos pocos casos que manan de muy buenos portavoces, semiocultando identidades y aportando datos para que nadie pueda transformar la realidad en ficción.
Hace un mes que el vecino me detuvo en el portal. “Contigo quería hablar yo”. El primer botepronto del periodista, siempre con la guardia alta, invitaba a indagar qué torpeza había cometido. No, con él no. Es íntegro, buen tipo, de los que denominan a las cosas por sus nombres sin circunloquios que valgan. Andaba quemado el hombre por estas demoras sanitarias que te hacen cuestionar el dinero invertido para obtener unos servicios públicos, pónganse los mandatarios como quieran, en retroceso.
Él piensa que Osakidetza ha confundido los cincuenta días con las quinientas noches de la célebre canción sabiniana (Arana no, Joaquín). Pasaron 394 lunas entre su ingreso en la lista de espera y la intervención quirúrgica para corregirle una hernia discal. Una vez superado el quirófano por la solvencia incuestionable del médico le reclamaron una radiografía y, ya con ella en la mano, solicitó cita con el neurólogo. Era a finales de mayo y la empleada al teléfono le comunicó, “entre risas”, que los asuntos palaciegos retrasarían el visionado de la placa de control hasta agosto. Y que si le parecía mal, que ahí estaba el buzón de las quejas. Este es un caso verdadero, sepultado en la montaña himaláyica de las cifras.
8 de junio. Una mujer se fractura la tibia y el peroné. (Y no se trata de tararear la canción de Alaska). Ingresa en Txagorritxu por la puerta de Urgencias y le informan de que tal vez la operan esa misma noche. Ya en la habitación le vetan la cena, no vaya a resultar que la traumatóloga corrija el problema en el taller aséptico de las reparaciones. Pero no. Ni el domingo, ni el lunes, ni el martes. A todo esto, cenando aire de habitación de hospital. Le dicen que hay quirófanos cerrados y que el que le corresponde, el de Urgencias, va admitiendo clientes en función de las gravedades. Su hija, harta ya el mediodía del martes, redacta una queja que entrega en el servicio de atención al cliente. Mejor que vuelvan al término ‘paciente’ porque hace falta la virtud del Santo Job. Recogen la reclamación y vienen a comentarle que como esa “hay cientos”. Vamos, que se puede hacer un cucurucho con el formulario del cabreo. Ya intervenida por fin con éxito 91 horas después de ingresar, la mujer acude en silla de ruedas a la primera revisión postoperatoria. Y alguien que el firmante conoce pide cita, tal como le indican, para la semana siguiente. “Deje un número de móvil y ya la llamaremos”. Víspera del meollo. Ni un telefonazo. Al revés, la paciente pierde casi dos horas de pura impotencia entre pitidos que saltan de un aparato a otro de Olaguíbel. Por causalidad, ya en el descuento, le “hacen un hueco”. ¿Pero no era una cita programada? Caso verdadero, sepultado en la montaña himaláyica de las cifras.
PAC de San Martín. Reconocimiento impecable a un chaval. A la hora de recetar la médica apunta el fármaco en una hoja que no se corresponde con el color rojo-pensionista. “No entra por la Seguridad Social. Bueno, a este paso solo van a dejar los analgésicos más comunes”. Palabra de profesional que, como tantos otros, merecen mucho la pena. El malestar apunta al sistema, a la sima que separa las comunicaciones políticas de las sensaciones personales. Oficial y callejero.