MOBILIARIO URBANO p0r ÁNGEL RESA
Pasear por Santa Isabel enseña arte e historia, pero también el empeño de conducir las diferencias hasta la tumba
Es verdad que la muerte nos iguala a todos, pese a que la memoria de los vivos se empeñe en discernir vidas ejemplares de las otras. O que acerque la llama del recuerdo a personajes ilustres mientras entierra a los anónimos en el sótano del abandono. Pasear por un cementerio, el vitoriano de Santa Isabel valga el caso, muestra el deseo de combatir una batalla perdedora contra la parca inclemente. Después de pasarnos la existencia clasificando a los seres humanos en categorías distintas, la visión del camposanto ratifica las diferencias entre el prohombre y el gusano, ese bicho que devora las partes blandas hasta reducir los cadáveres a esqueletos.
Sin esas divisiones por méritos reales u otorgados o las que genera el poderoso Don Dinero perderíamos clases de historia. La necrópolis es un libro abierto que explica la evolución de una ciudad y, al tiempo, enseñanza nítida de que las clases sociales alcanzan a los difuntos. Conducciones en carruajes de primera, segunda y hasta tercera. Capillas grandilocuentes que rasgan metafóricamente el silencio del cementerio. Panteones de alcurnia junto a lápidas modestas y enredadas en la maleza del olvido. Apellidos envueltos en títulos nobiliarios que rememoran los viejos abismos que separaban la nobleza de la plebe. Nada que ver con las vastas superficies en otros lugares de cruces replicantes, clavadas sobre el césped en alineaciones geométricas que parecen campos de cultivo.
De llevar hasta las últimas consecuencias la condena igualitaria de la muerte no podríamos comprender el anhelo de destacar sobre el resto, tan propio de la esencia humana con sus grandezas y servidumbres. Ni examinar la vida a través del arte con guiños a la tradición egipcia, románica, gótica y también barroca. De pronto se detiene uno ante túmulos que acogen los restos de gentes que moldearon la historia. La guía levanta el primer stop de la visita frente a la tumba del General Álava. Luego se suceden las referencias a personajes como Mateo de Moraza, el hombre que agotó los oídos de sus señorías parlamentarias con su defensa de los fueros, el explorador Manuel Iradier o Sebastián, célebre músico del mismo apellido. Poco después de escuchar de modo casi reverencial las alusiones a Justo Antonio de Olaguíbel, la comitiva observa al panteón desvaído del Sacamantecas, asesino confeso de mujeres y cuya leyenda sanguinaria nos asustaba de críos en nuestros juegos por La Florida.
Un paseo a través del cementerio enciende sensaciones contrapuestas. De un lado, la calma que genera caminar por avenidas flanqueadas de esos árboles que tratan de alcanzar el cielo con sus ramas más altas. Por otro, la conciencia plena sobre el tránsito veloz de la vida y la fecha de caducidad que algún día apoyará la mano sobre el hombro de cada uno de nosotros. También la abundancia de símbolos y metáforas que recuerdan el inevitable final. Franquear la puerta del camposanto puede relajar espíritus. O tal vez resulte el remedio menos eficaz para los ánimos quebrantados. En todo caso, eso sí, refresca la historia de la ciudad, explicada en un vertedero de cuerpos, en un museo de creaciones artísticas al aire libre.
Hay quienes avanzan por la necrópolis en un ejercicio de sosiego mental. Y los que la abandonan con punzadas de cristal en la raíz de los nervios. Al fin no es sino un paseo vital por las calles angostas de la muerte. La prueba empírica de que a cada comienzo le corresponde un final. La demostración de que las clases sociales y las diferencias nacen en la cuna y viajan hasta la tumba. Pero, por encima de todo, se respira entre lápidas y vegetaciones la paz del cementerio. Auténtica para algunos. Fuente de inquietud en el caso de otros. Porque nos aferramos a la existencia aun con la certeza de que se trata de una guerra perdida. Ya lo dejó escrito Jorge Manrique. “Cómo se pasa la vida. Cómo se viene la muerte tan callando”. Nada que rebatir a los versos espléndidos del poeta. Así que aquí paz y después, gloria.