MOBILIARIO URBANO por ÁNGEL RESA
Lisboa, Estrasburgo y Bruselas se empeñan en velar los valores continentales de la premiada Vitoria
Europa rebrota en mayo, que es el mes central de la primavera. De pronto, en semanas, todo nos remite al presente y el futuro de un continente histórico. En el circo anual de la canción festivalera gana la mujer barbuda. Ayer media humanidad, por no parecer exagerado, rumiaba durante horas el partido del tercer milenio con mayor intensidad que la de los propios jugadores. Madridistas y atléticos confluyeron en Lisboa, esa capital profundamente hermosa, para dirimir el título mayor de clubes. Se alaba la elección de la UEFA, que optó por la belleza decadente de un lugar literario y ensoñador, tan apropiado para escribir crónicas épicas en torno a un deporte hipnótico. Y tal que hoy estamos convocados a las urnas tras una campaña electoral paupérrima en la que se ha disparado fuego de reproches cruzados sin apenas una referencia a la importancia creciente de Europa en nuestras vidas. Claro que resulta fácil culpar exclusivamente a los políticos, como si procediesen de Marte y no de la propia sociedad que alardea de su ignorancia en el asunto, según revelan encuestas desoladoras.
Y por aquí nos preguntamos qué hay de lo nuestro, de la Vitoria reiteradamente premiada. Hace dos años esas instituciones continentales que creemos lejanas o abstractas y tanto deciden reconocieron la incuestionable ecología urbana de este enclave cincelado por el ‘skyline’ de sus cuatro torres y las verdes praderas. Y en esta bienal de los homenajes dicen ahora que como en esta casa no se come en ningún sitio. Pero resulta que llega mayo y pasan de consultarnos. Las capitales germinan al margen de La Llanada. Eurovisión para Austria, así que Viena –célebre por la música clásica- albergará el próximo año esas votaciones matemáticas que parecen derivadas sencillas de un programa informático: Suecia vota el soniquete de Noruega, Croacia el de Eslovenia y los países bálticos van a pachas. Se dirime la ‘Champions’ y Google Maps coloca su lupa aérea sobre Lisboa después de que el Maccabi de Tel Aviv (club asiático por más señas) levantase el trofeo baloncestístico en Milán. Y quienes hoy ejerzan el derecho del sufragio universal mandarán representantes a Estrasburgo y Bruselas. Una ciudad francesa con influencias germanas y la del niño meón, miniatura de la que te tienen que advertir antes de avistar la espléndida Grand Place.
Total, a ver si damos carpetazo a los comicios y al choque de camisetas lisas frente a elásticas rayadas para recuperar el sitio que nos corresponde en el concierto europeo de las virtudes ambientales y las sabrosuras gastronómicas. Vitoria es la capital verde y culinaria, también políticamente la vasca, pese al sarpullido que aún genera la sede de las instituciones comunes de Euskadi. Pero a ver si va a resultar que Viena, Lisboa, Estrasburgo y Bruselas tienen más importancia. Hasta ahí podríamos llegar, lo mismo que pensarán en Bilbao. Centro neurálgico del mundo, como todo ídem sabe y con permiso de Nueva York, porque así lo atestiguan los globos terráqueos que venden en la villa de don Diego López de Haro. Puesto a elegir me quedo con una visita más a la Plaza del Machete o un recorrido peatonal y sereno por las calles lusas que ayer invadieron merengues y colchoneros, abducidos por el brillo de la orejona.
Europa influye mucho en todos nosotros, por más que el ejercicio banal de taparnos los ojos trate de ocultar lo evidente a partir de la crisis económica por la que escribimos al dictado. Pero, aparte del duelo del milenio, Bruselas no establecerá esta tarde-noche el marcador de Ipurua. Es el partido que nos ocupa, el de la pugna asombrosa del Eibar por el ascenso y el instinto albiazul de la supervivencia. Cada cual maneja las referencias geográficas que le interesan y aquí nos preguntan “¿Capital de Europa?” y respondemos dos. Una, Vitoria, así distinguida como ‘green’. La otra, Dortmund, donde tuvimos que meternos hace trece años el gol de oro con hedor a mierda para que el admirable orfeón inglés pudiese liberar tanta tensión acumulada con el fuelle de sus poderosos pulmones y la insólita armonía de sus gargantas.