MOBILIARIO URBANO por ÁNGEL RESA
Paseo por Arakayate y Larrein, escenarios exteriores de una película quieta, abandonada e incompleta
Si Homero despertara de su sueño secular volvería a hundirse en el sopor eterno. El autor de ‘La Ilíada’, epopeya griega, jamás hubiese imaginado que su obra bautizaría uno de los confines geográficos más relegados de la capital alavesa. Verdad que el Ayuntamiento le ha dedicado una vía larga a rima con su extensísimo poema, pero fantasmal como el barrio entero que es la imagen viva de una planificación urbanística desparramada y del estallido en mil pompas de la burbuja inmobiliaria. Arakayate y Larrein, a uno y otro lado de la vía férrea, componen a media mañana una postal de quietud absoluta, de abandono municipal a sus malas suertes, de película detenida en un fotograma incompleto, de escenario cinematográfico abandonado a la carrera. Imágenes de tristeza y soledad, de intentar ser Vitoria sin pertenecer realmente a ella.
El jueves, a media mañana, la niebla ya había huido de la ciudad con su capa que achica las distancias porque apenas permite ver más allá de la tocha de un narigudo. Sin embargo, hora y media después de que la claridad compartiese jornada con el frío, aquellos distritos del lejano Este aún sufrían el embozo de las nubes bajas. Es como haber traspasado una muga imaginaria, salir de Vitoria sin que el callejero confirme tal sensación migratoria. Ahora que la Navidad amenaza con su regreso podríamos hablar de un ‘christma’ gélido. De hecho, un Papá Noel furtivo trata de escalar la fachada de un bloque solitario, rodeado de la nada por todas partes. En cientos de metros a la redonda no hay más que espacios silvestres como vergeles descuidados y pilas inertes de material de obra.
El Paseo de la Ilíada es una recta que bien podría caber en un circuito de velocidad. No habrá más siniestros porque la densidad demográfica de la zona reduce el riesgo de accidentes a un juego de azar. Sin rotondas que frenen esa porción de ‘alonsos’ y ‘vetteles’ que todos llevamos dentro, la vía incita a la carrera. Paseando por esa amplia calle con vistas a la naturaleza entre edificios salpimentados se ven excrementos caninos al pie del proyecto de árboles y necesidad de que los servicios de limpieza visiten más a menudo la zona. No se divisan a primera vista el ultramarinos que nos abastece un poco de todo ni el bar donde arrancar el día con un cafelito reconfortante. Se intuye duro partir de excursión para comprar una simple barra de pan. Los bajos de inmuebles solitarios aparecen tapiados, sin una oportunidad para el negocio. Predominan los carteles de ‘Se vende’ a la espera de compradores improbables.
Solo con cruzar las vías por debajo del puente aterriza uno en el paisaje lunar de Larrein. Un parquecito de juegos infantiles sin niños casi podría darse la mano con una laguna terrosa, una hondonada de agua entre aquellos polvos que las lluvias transforman en lodos. Los trabajadores de Viveros Perica se afanan en la mediana de una carretera por donde apenas pasa nadie, un sitio en el que la carísima OTA pierde su razón de ser. Al faltar gente, sobran los aparcamientos. Cerca de ahí, relativamente porque las millas engañan en estas zonas dispersas, un cartel del tamaño de una portería de fútbol anuncia la construcción de 72 viviendas. Suena al nuevo colmo de Vitoria, después de aquel que recordaba la presencia de la cárcel en la calle La Paz.
Abandona el firmante los confines de la capital con el alma encogida. Cree que no necesita el doctorado por una universidad fetén para entender que hemos desperdiciado suelo como tiran el dinero los nuevos ricos. Comprende uno las quejas vecinales, el lamento de residentes que pagando impuestos y tasas del Ayuntamiento se sienten ciudadanos de Segunda en el puesto que –desgraciadamente- ocupa el Glorioso. Tal vez por ese desaliento anímico tira el juntaletras hacia Errekaleor para ver los restos casi arqueológicos de lo que un día hubo. Y piensa que el (lejano) Este también existe, aunque todavía le falte ser.