MOBILIARIO URBANO por ANGEL RESA
La plaza cubre la cabeza de Los Arquillos con la galanura de un sombrero bueno
Cada cual tiene sus debilidades y confieso que la Plaza del Machete figura a la cabeza de mis preferencias urbanas. Hará casi cuatro años que este periódico me proporcionó el honor, probablemente excesivo, de reservar un hueco diario en sus páginas para que el veterano redactor escribiera a su antojo. El anuncio debía acompañarse de foto, lástima, y pregunté si la compañera podía retratarme en ese espléndido lugar donde se yergue Villa Suso. Solicitud denegada. Qué le vamos a hacer, fue en la Plaza de España. Pido disculpas por mi decepción pasajera de entonces a Justo Antonio de Olaguíbel, el mejor alcalde de Vitoria, el genio que salvó el desnivel entre la colina y el Ensanche con una obra de ingeniería hermosísima.
Desde el viernes y hasta hoy la Plaza del Machete pone la memoria a trabajar, mira por encima de su hombro siglos atrás y recrea aquella ciudad medieval que nos dejó una almendra geométrica formidable. La parte lúdica de la historia convierte el enclave en el decorado perfecto para la actuación de gentes pretéritas, ingnorantes de las inquinas actuales en el Ayuntamiento, de la OTA o del plan de movilidad que ha pintado las calles con más líneas que las gastadas en las pistas de los numerosos polideportivos municipales. Es alentador contemplar cómo, aun a fuerza de citas anuales programadas, los vitorianos recuperamos el sabor añejo de rincones maravillosos. También digo que la belleza muda de la Plaza del Machete durante tantos días sin rótulos en el calendario me llena con la quietud de su encanto.
Es un lugar precioso que cubre la cabeza de Los Arquillos con la galanura de un sombrero bueno. La piedra que incita al sosiego por la parte en que nace el palacio de Villa Suso (otro edificio espléndido), el suelo adoquinado, los ventanales que acusan enfrente el paso del tiempo, las covachas que conoció quien suscribe tras una visita a la zapatería Landaluce. Sí, ese hombre que suministró botas a varias generaciones de paisanos que han tenido al monte como un aliado dominical irrenunciable. Aquella visita guiada por las entrañas de esos almacenes, la observación directa de las tripas es toda una lección de conocimiento impagable. Hubo épocas donde la plaza rindió tributo al machete que la identifica, el que amenazaba con seccionar cabezas si los regidores traicionaban la voluntad del pueblo. Pero ahora solo noto remanso donde antes hubo advertencias de muerte.
El lugar, además, anuncia otras orfebrerías en lo alto, ejerce como vestíbulo de una colina donde arrancan vías estrechas que confluyen en la vieja catedral. Vuelvo al origen de este artículo, cuando afirmaba que cada cual tiene sus debilidades. Otra de las mías se centra en Las Escuelas, calle pinturera donde reinan las flores en las ventanas. Lástima que un escenario completo tan bonito resulte escasamente frecuentado -la colina impone su verticalidad- salvo en citas como esta, que el personal aprovecha las recreaciones históricas para admirar el corazón de la vieja Gasteiz.
La Edad Media suena a oscurantismo y religiosidad severa, a temor y vasallaje, a obras levantadas para la mayor gloria de Dios. Pero también, habremos de reconocerlo, nos procuró el entramado urbano que estudian los departamentos universitarios de Europa. Y legó en muchos sitios la literatura oral de trovadores y juglares, contadores de historias humanas que procuraban encender la imaginación de las gentes. Hubo de llegar el Renacimiento para inyectar luz a las tinieblas y entronizar la razón, las artes y las ciencias. Sí. Pero convendremos en admitir que el medievo nos dejó una ciudad hermosa en su médula espinal, enriquecida con palacios de épocas posteriores. Y la oportunidad de echarnos a las calles una vez al año para que los vitorianos del siglo XXI entablemos relaciones sociales con la excusa de revivir como en una obra de teatro una porción de nuestros orígenes.