Diferencias festivas de Pamplona y Vitoria, las dos ciudades más semejantes que cabe encontrar
No hacen falta excusas para volver a Pamplona. Si París bien vale una misa, la capital navarra se merece al menos un rosario. Pagano, digo, de ronda callejera y poteo festivo. Cuenta la sabiduría popular que las comparaciones resultan odiosas, pero van en la condición humana. Tengo para mí -toda una residencia vitoriana excepto seis años empadronado en la Vieja Iruña- que ambas son las ciudades más parecidas que conozco. Por el tamaño, el nivel de vida y las costumbres. Con algunas ventajas que inclinan un platillo de la balanza y otras que ejercen de contrapeso. No se trata -líbrenme San Fermín y La Blanca- de generar enconos o complejos de uno u otro lado, pero sí de jugar unos párrafos a las siete diferencias. O a las que salgan.
Como allí aún andan de jarana y aquí nos preparamos para ello, centrémonos en esas fechas capitulares que marcan el jolgorio por decreto. Al Casco Viejo pamplonés le falta la riqueza patrimonial del nuestro pero, a cambio, se encuentra a piso llano mientras la almendra se encarama a una colina. Invitación frente a disuasión, vida contra belleza de decorado. Para romper una lanza a beneficio de inventario habremos de convenir, eso sí, que en escenografía inaugural de las fiestas no hay urbe que nos iguale. Plaza abierta alavesa en oposición a la enjuta del Ayuntamiento navarro y ese descenso de Celedón que no halla réplica en Pamplona ni hay Marijaia que lo soporte.
A partir de ahí todo juega en favor de esa fama que Iruña jamás ha echado a dormir. Resulta imposible rebatir el reguero legendario de Hemingway y su amistad con el maestro Ordóñez, la altanería masculina de Luis Miguel Dominguín -el que se levantaba de la cama para contar sus proezas horizontales con Ava Gardner- y las imágenes del encierro que circunvalan el mundo. Pero por encima de una historia labrada a base de mitos, incluso de la internacionalidad indiscutible de los sanfermines, el ciclo navarro se nutre del entusiasmo propio. Aquí parcelamos el abono de las fiestas. Mucha gente siente que cumple la tradición con el txupinazo del 4 y el tributo a la patrona. Allá, nueve días en una carrera de fondo que requiere etapas de tregua, el personal se zambulle dentro del calendario. Lo vive con una marea humana que pinta de blanco y rojo el lienzo de la vía pública.
La imagen tarambana de Ernest Hemingway guarda parecido escaso con la pulcritud galesa de Ken Follet. Ya se sabe que en días de mucho vino y algunas rosas tiene mayor tirón el crápula que el trajeado. Y la visión callejera de San Fermín, una urbe repleta de gente mañana, tarde y noche llena más las pupilas que la alegría recoleta de Vitoria. El miércoles coincidió con el ecuador de las fiestas pamplonesas, alejado de los dos fines de semana, y el ingreso al Casco por San Gregorio era un espectáculo de luz, de color, de sonido. Hasta la Plaza del Castillo y más allá, por las arterias que se abren en el entorno de Navarrería, Mercaderes y Estafeta. En todo los lados.
Se asemejan ambas ciudades, con algunos puntos a favor de una y otros en pro de la vecina. Queda la sensación de que la vitalidad campa mejor por allá, que el dinero parece circular a un ritmo mayor. Pero hemos de conformarnos sobradamente con nuestra red de bicicarriles que querría patentar el Tour de Francia, el entramado de centros cívicos que nos colocó un día en la vanguardia social y el ‘verde Europa 5 Estrellas’ que nos hermana a Hulk hasta el punto de que acabaremos invitados a su boda, sentados en la mesa de la familia.. Me gusta sentir que habito en una ciudad envidiada por mucha gente salvo por nosotros mismos, con esa querencia autóctona de ver vigas donde los demás apenas divisan pajas. Y que en menos de cien kilómetros puedo pasear por las mismas calles que tienen a todo el mundo delante del televisor durante nueve días explosivos del mes de julio.