Vivencias de un juntaletras con ‘El Sheriff’ que ha dejado huérfano el poblado del baloncesto
La fúnebre posibilidad de habernos matado juntos une mucho. Fue en octubre de 1996, durante un accidentado viaje a Macedonia. El Baskonia moraba en la nobleza europea, aún no pertenecía a la aristocracia que poco después le habría de admitir por su insistencia en golpear el portón de la fortaleza. Era la primera vez que el firmante entraba al ‘mosquito’ y entendió la razón del diminutivo. Malas vibraciones. Pero el sol acompañaba y no hubo sobresaltos hasta el repostaje en Barcelona. El grupo, con Manel Comas como jefe deportivo de la expedición, acababa de cumplir la primera etapa de un infierno hasta Gostivar.
Las previsiones meteorológicas europeas ya anunciaban tormentas por la península itálica. El avión, una maqueta aérea más bien, volaba bajo como lo hacen los grajos porque su hábitat se encuentra a 6.500 metros, no a 9.000, y a esa altura te comes las borrascas del mundo entero. Rayos en las alas, bandazos inconsistentes de un fuselaje a la deriva, temor de los pilotos que -cada vez que lo recuerdo tomo más conciencia- nos salvaron con su pericia, luces en el panel de mandos que avisan de una muerte probable. Miedo, mucho miedo. Gente sacando la cartera para mirar la foto del hijo, rezos musitados, la torre de control de Génova niega el aterrizaje porque el temporal indómito ha cerrado el aeropuerto. Y la advertencia desesperada de los tripulantes. “Tenemos que bajar, nos quedamos sin combustible”.
Tomada tierra flotaba la sensación de haber cortado un cupón a la vida. Y no somos gatos. Caía el diluvio universal y dormimos en un hotel próximo al Marco Polo como prólogo al segundo capítulo del horror.. Otra tormenta espantosa al día siguiente durante el viaje a aquel territorio escindido de la antigua Yugoslavia. Al llenar los depósitos de combustible cargaron solo un costado y el avioncito se desniveló. Ahí estábamos diecinueve personas -jugadores, técnicos, directivo y cuatro periodistas, ¿eh, Rafa?, ¿eh, Javi?, ¿eh, Satur?- que preferíamos entregar aquella batalla contra el Nikol Fert a perder la vida. La expedición se dividió en dos aparatos, llegó tarde al partido y el Baskonia ganó porque se había ganado el cielo a pulso. Los plumillas viajamos con Miguel Ángel Reyes. El primer balón qur recibió a medio metro del aro lo estampó en el canto superior del tablero. No tiraba él, lanzaba un sistema nervioso absolutamente descompuesto.
Cómo no recordar aquella vivencia, una de las que llevo marcada a fuego en la memoria con Manel. Son muchas, pero quizá convenga reducir la serie a otro par de ellas. Las relaciones entrenador-juntaletras se asemejan a las del matrimonio, momentos de bonanza junto a instantes de tensión. Acababa de publicar que ‘El Sheriff’ meditaba muy seriamente prescindir de Perasovic en aquella plantilla donde compartía puesto con Espil. Estábamos en Francia y el clima prebélico del técnico conmigo se podía sajar con un espadón. Semanas después el equipo ganó por un punto y con triple del alero argentino un compromiso de defensas invisibles en Murcia. Regresé al hotel tras una cena en soledad. Nada más franquear la puerta una voz me detuvo. “Con amigos como tú no hacen falta enemigos”. El lema partía debajo de un bigote.
Luego recuerdo una mutua ingesta de whisky durante horas y a Josu Larreategi bajando de los minibares botellines con los que completar la velada. Hablamos de baloncesto y, como siempre que escuchaba a Manel, aprendí. No vivía para trabajar, pero sí era un sabio de este deporte y un manejador espléndido de partidos. Siempre hallaba planes B porque pocas veces el A se cumple a rajatabla. Hace cuatro meses y medio, en plena Copa del Rey, me acerqué al Canciller Ayala para saludarlo. Lo vi decaído, calvo donde hubo melena rubia de raya en medio, ojos muy tristes y tono apagado. Lo abracé en la despedida, consciente de que quizá fuera la última vez. Nos pasamos la vida llegando a destiempo. ¡Ah! El hotel de Murcia se llama La Amistad.