El Seminario, epicentro antiguo de vocaciones, ha derivado en sede de estudiantes convencidos
El Seminario forma parte del inventario geográfico y social de Vitoria-Gasteiz. No hay manera de vivir o haberlo hecho en esta ciudad de color esperanza sin escuchar referencias al tal edificio que hace décadas se suponía allá en Finisterre y que la expansión urbana ha convertido en un lugar casi céntrico. La capital alavesa arrastra sobre su espalda piedras gravosas que vienen de lejos y se conocen con términos como conservadora o provinciana. Hasta las primeras migraciones que llegaron siguiendo el humo de la industrialización, Vitoria portaba un eslogan que suena a anticlímax turístico: ciudad de curas y militares.
El Seminario diocesano gastaba fama de importante. Era el epicentro de vocaciones, algunas libres y otras forzosas, en kilómetros a la redonda. Cuando los muchachos salían del imponente inmueble para dar una vuelta formaban un escuadrón de sotanas en lugar de guerreras. Sin salir de las lindes municipales, el centro de reclutamiento de Araca acogía en torno a la bandera a miles de jóvenes procedentes de lugares diversos. Incluso a canarios, que intuían en aquel frío sin edulcorantes una premonición de la muerte. Y allí todos cumplían la mili con una disyuntiva imposible: sí o sí. Vitoria era la ciudad de los uniformes.
Pero el personal ha ido perdiéndole fe a la fe. Se alista cada vez más en el bando incrédulo de Santo Tomás, que necesitaba palpar cacho para aceptar lo que tantos daban por divinamente supuesto. La residencia que albergaba a los sacerdotes del futuro se fue quedando en el chasis de techo, suelo y paredes. Faltaba gente que la llenara y al Seminario hubo que inventarle otros usos sobre la marcha. No era cuestión de renunciar a los servicios que podía conceder el sólido inmueble nacido en 1930 por el parto múltiple de cinco pabellones.
La gente de mi generación recorrió sus galerías y no supo apreciar la belleza del azulejo en los pasillos porque la cita representaba el antónimo del disfrute. Acudimos allí para someternos a esa tortura injusta para los nervios que se llama selectividad. Entonces representaba la mitad de la nota de corte para acceder a las carreras universitarias. Sale un día en el que se te resbala el capote, el viento flamea demasiado la muleta, te cortas con la espada y te devuelven el toro del porvenir al corral. Miedo y ternura me generan los chavales de ahora ante las reválidas inminentes del ministro Wert.
Con el tiempo se ha ido modificando la imagen del Seminario. De almacén espiritual para vocaciones menguantes a templo del saber y del conocimiento, de las letras, las artes y las ciencias. No lo digo por la selectividad, hablo de él como sede de la UNED, que el miércoles celebró su jornada de puertas abiertas. Nada menos que 1.600 alumnos se matricularon el año pasado en el centro asociado de Vitoria y la parte demográfica más sustancial de la pinza abarca a personas de 25 a 45 años. Dicen que el saber no ocupa lugar. Lo dudo mirando los libros que revientan las estanterías. Sí sé que me parece admirable estudiar ya de talluditos. No se trata de recurrir al sarcasmo lacerante, pero quizá esta crisis indecente encierre una molécula de bondad en su cuerpo podrido: frente al muro laboral, la apuesta por la formación continua.
La UNED maneja estadísticas que incluyen entre sus afiliados a gente que antes se consideraba inmersa en la tercera edad. Ante ella solo caben la reverencia y el tratamiento de usía. Los recortes ya no reparan en nada. Hasta los bailables sabatinos de La Florida pierden dos cupones en el calendario. Los mayores moverán sus caderas inestables la mitad de los meses habituales bajo la mirada de los reyes godos y en torno al kiosko viejo de La Florida. Si es que los están empujando a la Psicología, el Derecho o la Historia. Hacia ese edificio de curas con azulejo en los pasillos que deriva en templo de la razón.