MOBILIARIO URBANO por ÁNGEL RESA
Recordamos a nuestros muertos el día 1, como si no los añorásemos el resto del año
El bolero reclama al reloj que no marque las horas, pero falta encontrar un antídoto para el avance del tiempo. Del mismo modo el calendario nos obliga a cumplir ciertos ritos con el carácter imperativo del decreto-ley. Y demuestra, además, que siempre habrá divisiones, incluso después de la muerte. Quien elude la visita al cementerio el día de Todos los Santos asume el riesgo de que le apunten como sospechoso por no participar en los usos sociales de conveniencia. Solo una fecha después se presenta la festividad ‘menor’ de los difuntos, algo así como cadáveres de clase turista. Elegimos peregrinar a la tumba el 1 de noviembre, tal vez para negar el rango inferior de los familiares que se nos fueron o quizá por construirnos la ilusión de que actuaron como santos en vida.
Curiosa, por no calificarla de otra manera, la obligación de acatar los mandamientos del calendario. A los pocos segundos de estrenar el año toca descorchar cava, brindar ruidosamente y lanzar confetis por la ventana. Del 4 al 9 de agosto hay que divertirse por mucho que se lleven clavados los puñales en el alma. Y según arranca el noviembre de las tardes breves, las hojas cobrizas y los puntapiés a las castañas tenemos que acordarnos de nuestros muertos. Como si no los echáramos en falta los 364 días restantes del año. En fin, la vida está sujeta a programación y los camposantos vacíos de tantas jornadas se transformaron el jueves en recintos coloristas de flores, en llantos cuajados de pena y en el crujir de los dientes. Esta vez, sobre todo, por el vendaval con orientación sur que se empeñaba en alterar la paz del cementerio.
Los urbanos de Tuvisa acercan muchedumbres a El Salvador, los guardias locales establecen el límite hasta donde pueden avanzar los coches y se disponen eriales embarrados para aparcarlos. A ambos lados del acceso a la puerta del camposanto se alinean los puestos botánicos que tratan de hacer el agosto en noviembre. Hasta en ello se nota la crisis. Mucha gente con bolsas de plástico en la mano ya ha comprado con antelación los crisantemos que salen más caros ‘in situ’. Las rachas de aire desatado hacen rodar tiestos y las copas frondosas de los árboles se cimbrean a los sones macabros de los muertos.
Ni siquiera en la entrada de El Salvador quedan ocultas las protestas de los funcionarios municipales. Carteles encelados en las paredes maldicen los recortes que, según los autores, aportan más desasosiegos que beneficios. Es pronto y aún el cementerio no parece un trasiego incesante y humano. En cambio, las lápidas se muestran llenas de flores, un síntoma de que el personal ha decorado anticipadamente el escenario para que el célebre día 1, el del imperativo legal, ya luzca con ese esplendor que rinde homenaje a los difuntos. Los gitanos entienden la familia con los códigos del clan, mediante un fervor religioso y una defensa numantina de los lazos propiciados por la sangre. Van al camposanto en furgonetas llenas de gente, hablan en voz alta con los tiestos en la mano y aprovechan la jornada para unirse en torno a quienes les dejaron.
No sé si le pasa a más gente, me imagino que sí. Según avanzo por las calles con nombre de santos miro las fechas de los entierros cinceladas en la lápida para conocer cuánto vivió cada muerto. Y algo se quiebra por dentro al ver óbitos tan prematuros, existencias cortas que apenas tuvieron oportunidades en este valle de lágrimas y tal vez las tengan ahora si de verdad existiera el más allá. Es la hora de dejar El Salvador tras depositar las flores a los pies del sepulcro, musitar oraciones o permanecer en silencio mientras la mente recuerda pasajes concretos, nostalgias imperecederas. Y la charla en el coche, de vuelta a casa, donde nuestro ser querido con presunta visa al cielo sale tan bien parado. Seguramente como se merece.