Vivimos el triunfo del 78 ante el Barça con los cinco sentidos y el orgullo albiazul
Mi compañero Viguri, sabueso del periodismo, escribió un reportaje hermoso y emocionado el viernes sobre aquel partido copero contra el Barcelona de hace 34 años. Y no figura en mi ánimo competir para superarlo, simplemente quiero con una especie de obligación devota o devoción obligatoria expresar mis recuerdos de aquel acontecimiento histórico. Que te concedan una columna tiene la servidumbre de exponerse a las críticas en plaza virtual y pública, pero también el privilegio de contar vivencias en una página mientras otros se las narran al compañero de barra de bar.Joder que si pasa el tiempo, tres décadas largas, toda una media vida. Es lo que acarrean los sucesos anclados en la diana de la, a veces, frágil memoria. Evoco la tarde invernal como si aún hoy sintiera el frío y la humedad en el tuétano. Y puedo recrearme igual que otros 17.000 albiazules, algunos ocasionales que se dejaron caer en Mendizorroza por el influjo poderoso de un Barça que ni siquiera intuía su grandeza actual; otros, feligreses sufridos de misa dominical en la parroquia pagana del Paseo de Cervantes. Perdónenme la osadía de incluirme por años de socio con funda de cuero marrón y acciones a fondo perdido en el segundo grupo, el de los impermeables al desaliento. ¡Ay, aquellas visitas del Calvo Sotelo de Puertollano, la Cultural y Deportiva Leonesa, el San Andrés (Sant Andreu) de la camiseta cuatribarrada!Volvamos a la noche de autos, a la sentencia que condenó al Barça tras el valeroso alegato de un fiscal en toga albiazul. Mi padre, alavesista veterano del que rememoro con un cariño enorme su compañía durante tantas temporadas en Mendi, trabajaba de turno de tarde en la fundición de la fábrica. Así que encomendó a un familiar la responsable labor de llevarme a aquel suceso extraordinario y velar por mí dentro del gentío congregado en la tribuna de Polideportivo. Ignoro si el guardián llegó tarde, padeció una amnesia transitoria o se vio envuelto en la lava de aquel volcán humano que acudía al estadio con los nervios alterados de un debutante.Se acercaba la hora de mucho más que un partido. Y me armé de valor para procesionar hacia el campo solo a la vez que rodeado por un gentío de penitentes. Ya en la grada quise huir. Sí, en serio, temí que una avalancha transformara en funeral el bautizo. Imposible. Demasiado cerca del césped, demasiado lejos del vomitorio para escapar y Cruyff ya calentaba con desgana en una atmósfera de fútbol viejo: la General bajita, las cuatro ventanas en las esquinas sin cerrar por donde el frío se hacía el dueño, el marcador manual de Donato y el césped embarrado. Mucho lodo para la libélula holandesa, escaso para el esfuerzo racial de nuestros soldados.Otros sentidos ganaron al de la vista la batalla de aquella noche. No pisaba el suelo físicamente por el exceso de aforo y una estatura sospechosa para divisar todo bien. Levitaba de verdad, sin el poder místico de los visionarios divinos. Notaba el tacto de tantos cuerpos en comunión, olía el aroma de puros baratos y caros, escuchaba el ruido de esa marabunta de la que yo mismo participaba y reclamamos la presencia del gusto para solazarnos con el gol de Salamanca.Recuerdo con una nitidez que asusta el cabezazo preciso de Eliseo, la pelota colándose bajo la escuadra derecha de Artola. El éxtasis, el orgullo de ser albiazul por genética y definición. Y me emociono al rebobinar el juego imperial de Morgado (admito debates, para mí el mejor alavesista de las cuatro últimas décadas), la ciencia futbolística de Sánchez Martín, el prólogo de un futuro campeón mundial (Valdano), la testa grecorromana de Salamanca que deberíamos disecar y los centros inauditos de Badiola, quien mandaba desde la banda izquierda bananas invertidas con el exterior de su bota derecha. ¿Cruyff? Dicen que estuvo. Llegó, vio y perdió ante el Glorioso una noche memorable de febrero. Voy a por un ‘kleenex’.