Mobiliario urbano por Ángel Resa
El mercadillo semanal de Lakua, centro de ahorro y cariños postizos
Andamos escasos de dinero y de afecto. Son carencias que podemos limar, en parte, las mañanas de los miércoles en pleno corazón de Ipar Arriaga. Allá, desparramado sobre la amplia explanada que sirve de aparcamiento junto a los centros regionales, se monta el mercadillo en el ecuador mismo de la semana laboral. Algunos puestos de alimentación, otros que ofrecen lavandas evocadoras de fragancias caras y muchos de textil que venden imitaciones a precios inauditos. En estos tiempos de escasez, donde mucha gente ha de anteponer el ahorro a la calidad, supone una bendición en demasiados hogares comprar género que simula lo auténtico sin serlo. Aquellos burdos logotipos retocados para evitar los pleitos legales de las firmas poderosas mejoran cada día. Necesitamos el sentido del tacto para discernir lo que no garantiza el de la vista. Y a veces, ni siquiera nos basta.
El personal sabe a qué acude, a abastecerse de ropa interior, por ejemplo. A comprar cinco prendas por el mismo dinero que gastaría en adquirir una sola en tiendas firmes, no bajo esos toldos de quita y pon. Abundan los calzoncillos de una conocidísima marca cuyas iniciales son CK que el cliente se lleva en lotes: uno azul, otro negro y el alegre naranja que ocultan las partes más o menos pudendas. Y también esos nuevos corpiños tan de moda hoy que reducen una talla a las señoras para que puedan embutirse en los díscolos vestidos. Difícil resistirse al señuelo de las vendedoras, que siempre remueven entre el género para encontrar una alternativa a la prenda desechada. Los precios son aparentemente fijos, pero siempre bajo las reglas del truco o trato.
Funciona el diálogo, como en las representaciones teatrales. Seis euros, informa la mujer de etnia gitana. La clienta responde que tres lugares más allá ha visto el mismo producto a cinco. Parece que no alcanzarán un acuerdo. Pero cuando la presunta compradora reinicia la marcha una voz de tendera asume la rebaja. Transacción hecha. Y vuelta a curiosear entre puestos familiares que muestran fotografías humanas típicas: un pariente dispuesto para las ventas y otros sentados en sillas de playa a la sombra que procuran las lonas.
Si quiere afectos auténticos o lealtades de por vida quizá el mercadillo semanal de Lakua no llene sus pretensiones. Pero si se conforma con saludos postizos de estima, este es el sitio y la fecha. Pocas veces escuchará de forma tan reiterada cómo se refieren a usted con términos como ‘cariño’, ‘guapa’ y ‘bonita’. Por supuesto que detrás de cada piropo se esconde el afán comercial pero, puestos, mejor elogios artificiales que desprecios naturales. Son los modos antiguos del ‘marketing’ moderno, complicidades de toda la vida que en ambientes así convalidan cursos de técnicos en ventas.
Regalado el oído de la clienta solo falta que encuentre lo que busca y al precio adecuado. Esto último no resulta difícil porque, sin entrar en la mayor o menor calidad de las telas, se exponen vestidos muy aparentes a dos mil de las antiguas pesetas. Los vendedores hasta se las ingenian para habilitar una cortinilla detrás del género donde la señora pueda probarse la ropa. Y si el espejo le devuelve una imagen agradable, una prenda más que llevarse a la bolsa. Previo abono, claro está, con billetes y monedas. En el mercadillo no se estilan las cajas registradoras ni hay impresoras que escupan justificantes de pago. Y las tarjetas de crédito están de más, como cantaba Ana Torroja en aquel homenaje de Mecano al amor lésbico.
Es la hora de dejar este expositor de quita y pon que ofrece colonias, cosmética, frutas y verduras, ropa interior y prendas de fuera. Casi siempre con bolsas de plástico en la mano donde reposa un botín numeroso y barato. La gente marcha bajo el sol satisfecha por el recuento de adquisiciones y el eco en los oídos de tantas muestras de cariño. Interesado y caduco, sí, pero reconfortante al fin y al cabo.