MOBILIARIO URBANO por Ángel Resa
Es lo que tiene el paso del tiempo, que todos acabamos apellidándonos igual. O sea, Cebolleta. Los hijos nos miran con el hastío de quien escucha a los mayores hablar de las navidades como si fuesen las guerras púnicas. Han cambiado muchos de sus envoltorios, como todo. Recuerdo que en aquellas fechas la cocina cobraba un papel estelar. La radio de dimensiones enormes que parecía el prototipo mismo que inventó Marconi sobre una repisa colgada de la pared para sujetar tanto peso. La tele que se traía de la salita con el fin de ver por VHF -pura Edad de Hierro, chavales- ‘el programa’ de la Nochebuena. El tocadiscos de brazo que avanzaba por los surcos de vinilo para escuchar -muchos nos limitábamos a oír por falta de remedio- los villancicos de Raphael. Sí, el cantante excesivo que sustituyó ‘f’ por ‘ph’ y sesea en una demostración artificial de su origen jiennense. El espumillón colgando en los marcos de las cuadros que dificultaba la visión del lienzo. Las bolas en el árbol y el mecanismo intermitente para su iluminación…
Normalmente las navidades gustan de pequeños porque a nadie le amarga un dulce en forma de regalo y se van haciendo antipáticas según transcurren las biografías. En contra del ideario de Ivanovic, que sólo habla de quienes figuran en el acta y rehúsa rememorar a los ausentes, estas fechas nos recuerdan demasiado los huecos libres en la mesa. Faltan cubiertos que identificamos con la marcha de los que se fueron. Y alimentamos la alegría, siquiera ficticia, por consideración a los críos. En Nochevieja brindamos por el buen año a punto de entrar sin tomar en cuenta que el 1 de enero solo es el día que sigue al de San Silvestre. Nos palpamos la tripa a media cena para comprobar que aguantará sin reventar los platos que aún quedan por delante. Y como más vale prevenir movemos un agujero el cierre del cinturón.
Ahora podemos elegir entre un montón de canales, generalistas y temáticos, para pasar las uvas. Las de la ira que escribió Steinbeck o las de la esperanza según esos espíritus tan optimistas como admirables. Los mejores deseos se acumulan en la memoria del móvil, incapaz de digerir tantos mensajes cruzados por todas las ondas del ciberespacio. Entramos en las redes sociales para saber si nuestros amigos, virtuales o de verdad, nos han dejado un recadito de ánimo ante lo que está por llegar. Las tarjetas de felicitación navideña descansan ya en el cementerio de las cartas manuscritas, sustituidas por correos electrónicos que con un simple golpe al ratón nos abren al instante la imagen bucólica del abeto revestido. La tecnología avanza que es una barbaridad, la durabilidad ya no existe, cada invento engulle al anterior a la velocidad de Vettel en los circuitos.
Pero todavía se mantienen tradiciones diríase que inalterables, al menos en esta ciudad. A la cabeza figura el Belén de La Florida, cuya gruta no podía ser un marco más idóneo para el fin que persigue. Los Reyes Magos se encaminan al portal y sorprenden a Ignacio Aldecoa con un libro entre las manos, frente a las biblioteca que le honra. La pista de hielo abandonó el círculo en torno al quiosco para transformarse en rectángulo a los pies de la Virgen Blanca. La lotería deja a Álava, como siempre, con una mano delante y la otra detrás. Hay cosas que no cambian y pocos sitios como este proclaman el 22 de diciembre ‘día territorial de la salud’. Y mientras los niños de San Ildefonso entonan el soniquete que quedaba mejor con pesetas que con euros, la Plaza de España adquiere un aspecto rural. Los puestos de hortalizas y embutidos, los gallos y capones recuerdan que Vitoria no hace tanto era un lugar aferrado al terruño, herencia que hemos conservado para mezclarla con hormigón, anillos y asfalto hasta formar la ecourbe premiada. Si no lo creen revisen la forografía de ayer, la de esa calabaza semejante a un falo descomunal.