Mobiliario urbano Ángel Resa
Cada vez más síntomas muestran que la economía ahoga de verdad.
Hubo un tiempo en el que la ONCE se distinguía por las espléndidas campañas publicitarias de la agencia que contrató. Los anuncios provocaban deseo de vestir un batín sobre el pijama y salir de noche a comprar el cupón. Por ejemplo, el que ambientaba musicalmente La Cabra Mecánica con su célebre ‘No me llames iluso por tener una ilusión’. La magia rescata una parte de nuestra inocencia perdida o nos pone a cavilar sobre cómo cojones ha conseguido el encantador de turno que veamos lo inexistente con un mero repliegue de manos. Y Vitoria, capital mundial de la prestidigitación que diría un bilbaíno de pro si el festival se celebrara allí, nos cita cada año al certamen del asombro.
Que buena falta nos hace, por cierto. La magia, siquiera por unos momentos, recuerda eslóganes del mayo francés como ‘seamos realistas, pidamos lo imposible’. Por ejemplo, recuperar la serenidad financiera que ha abandonado a tantas familias desde hace tres años, cuando un juego macabro de tahúres tumbó aquel castillo de naipes -no se me ocurre otro recurso más apropiado en Vitoria- a merced de un soplo tenue. Aquellos fondos de inversión cuyo núcleo sucio parecían ignorar hasta los propios vendedores del producto contaminado, esas hipotecas otorgadas al por mayor sin un mísero aval que las sustentara, los turbios manejos de especuladores ignorantes del vocablo ‘escrúpulo’. Por el mal arte de birlibirloque la economía mostró la arista más cortante de la globalización. El estornudo de los poderosos degeneró en la pulmonía del resto.
No hay demagogia que valga cuando, en una misma semana, 236 familias de Vitoria engrosan en tropel las filas de Lanbide. Al cierre de Daewoo sucedió el mal truco de Esmaltaciones San Ignacio, la conocida como Porcelanas de toda la vida. Los trabajadores volvieron de las vacaciones y se encontraron candada la puerta de la factoría. ¿Ves tu puesto de trabajo? Pues ya no lo ves. Eso sí que son dramas humanos y cercanos, los que atañen a las necesidades básicas de la prole que no ha reclamado su irrupción en un mundo podrido.
Pasea uno por Vitoria y los ojos reparan en algún cartel que nos introduce al túnel del tiempo en un ejercicio de pretérito imperfecto. ‘Compro oro’, reza el rótulo en letras negras sobre fondo amarillo. Síntoma inequívoco de tiempos difíciles, de vuelta a los empeños de joyas para obtener algo de una liquidez desaparecida tras el pase de manos sucias a cargo de un desilusionador maligno. La imagen evoca postales de hace treinta años en Madrid, la capital donde abundaban aquellos letreros y que los provincianos recorrían con el pasmo paleto de Paco Martínez Soria. Demasiada dimensión, cosas nuevas y lados oscuros como para no sujetarse la boina mientras el maño trataba de evitar el atropello.
Suenas tambores del Apocalipsis con el serial que narra cómo el agua ha sobrepasado el cuello de Grecia, con la amenaza de chalupas próximas para rescatar a la Italia del ínclito Berlusconi y la España que bate plusmarcas de parados. El matrimonio Sarkozy-Merkel se comunica por videoconferencia con Papandreou, uno de los hombres más atribulados del planeta. Ahí es nada presidir el gobierno de Atenas para desarrollar un trabajo agónico bajo la ira cruzada de tantos indignados al cubo. Tendrá ganas de pedir un mago de cámara que le haga desaparecer.
En esta cadena de eslabones prendidos parece que sólo están interconectados los males. Grecia suena a desplome más o menos lejano, pero aquí mismo demasiados domicilios no encuentran un resquicio por donde ingresar el dinero. Entre la enfermedad realmente grave de tantas empresas -qué decir de las pequeñas y de los autónomos- y el aprovechamiento de otras para mostrarse peor de lo que están, solo nos queda el estupor de la magia. Y que el festival continúe.