En lo más profundo de los bosques, una vieja repugnante vive en una casa que se eleva sobre dos patas de pollo. Cuando sale a cazar niños, vuela en un almirez de madera. Como timón utiliza el propio mazo aunque para no dejar huellas arrastra una escoba que borra su rastro. Es Baba Yaga, la bruja de las brujas rusas. Según algunas leyendas, tiene una pata de madera y otra de carne. Se cubre con harapos. Seguro que huele mal.
Hace unos días me leí el cuento de Afanasiev sobre este personaje mitológico ruso. A la pobre no le sale una a derechas. Los niños se le escapan. Sus secuaces -perros, gatos, abedules embrujados, criadas- le abandonan. Yo conocí a Baba Yaga gracias a los cómics de Mike Mignola. En sus historias, Hellboy le había arrancado un ojo, así que tiene un pozo oscuro en medio de la cara. El compositor ruso Mussgorsky le dedicó una de sus piezas en ‘Cuadros de una exposición’ -abajo la tienen- y la melodía es realmente terrorífica. El dibujo superior es del pintor ruso Iván Bilbin. Al parecer, la Revolución soviética le castigó por realizar ilustraciones burguesas. Le rehabilitaron a tiempo para que muriera en el asedio de Leningrado.
Con Baba Yaga y algunos otros personajes me pasa lo mismo que con El Coyote. Viéndole sufrir tanto tiempo, uno desea que atrape de una vez por todas al Correcaminos. Al final, este es el problema de los malvados de ficción. Para que sean aterradores, alguna vez tienen que triunfar. Si se convierten en unos perdedores, dan pena. Quizás por eso estos cuentos asustan a los niños. Ellos no saben que perder se puede convertir en una costumbre.