La política española ha dado en misteriosa. Por momentos se diluye su línea argumental y se pierde en meandros. Un día el presidente del Gobierno dice que toca austeridad y que ahorraremos 50.000 millones de euros, un pastón, y después se indigna si “algunos” – “los de siempre” – insinúan que hay que recortar algún gasto social, sin que se imagine nadie cómo llegar a tal ahorro sin hacerlo. La oposición no anda más granada, incapaz de decirnos cómo gestionaría esto si le tocase. Y está su llamamiento madrileño a la insumisión fiscal, gesta insensata en un partido de gobierno.
¿Se combate contra la crisis? Quizás. Pero, sobre todo, se combate por el poder. En la política española el poder es el centro de todas las cosas: para mantenerse en él o para conquistarlo. La política sirve para introducir los cambios que gusten al elector y permitan sostenerse en el mando o para sugerir los contraejemplos que, por la desazón entre la gente, permitan llegar a califa en lugar del califa. La política es el medio, no el fin. El fin es el poder.
Además, la vida política española se ha fragmentado. Anda a migajas. No sigue un único hilo, sino varios, a veces contrapuestos. Surgen distintas cabezas de playa desde donde organizar las trincheras de las que se esperan futuras y decisivas batalla. Cada una tiene su dinámica y se les augura grandes réditos electorales (o castigos inmensos para el enemigo, lo que viene a ser lo mismo). Todo está a la expectativa de que empiecen a estallar, como en un campo minado: el Estatut, los líos judiciales, las cosas de Garzón, el caso Gürtel, los espías, las catástrofes naturales como arietes políticos, las corruptelas varias, los líos de la política exterior (Venezuela, Cuba, los piratas, Afganistán, Al Qaeda…), la presidencia española de la UE (venía cargada y no de loas a nuestro liderazgo). Todo acabará estallando a su debido tiempo. Mientras tanto, desde las distintas colinas se montan escaramuzas preventivas.
Se ataca sin tregua, por el motivo que sea, de enjundia o no, pues se cree que de cualquier menudencia puede salir el próximo poder. Del Estatut, del Gürtel, por citar las dos cuestiones que concitan las mayores ilusiones (y temores) de las partes contendientes. El discurso político español se queda en el regate corto, en la frasecita que mete el dedo en el ojo, buscando el “cómo se ha quedado”, “ya os dije que se iba a enterar”. Todo a ras del suelo. Una política bonsái, una vez que se ha renunciado a grandes propuestas, a tener discurso y estrategia definida. La política bonsái de los políticos bonsái se extasía con la zancadilla, si augura victoria en la carrera.
Extrañamente, esta política concreta, de andar por casa, mantiene sus evocaciones ideológicas. Eso sí, el mensaje no suele ser sofisticado. Nuestros partidos tienden a pensar que sus votantes no somos muy espabilados, quizás con razón. Por eso quitan a sus mensajes cualquier amago de procedencia racional. Lo fundamental consiste en poner al contrario de chupa de dómine. Para eso sirve la ideología en este trance.
El argumento básico del PSOE viene a ser el siguiente: lo malo de la derecha española es que es de derechas – al contrario que la izquierda -, por lo que siempre propone políticas de derechas, qué brutos. Como hallazgo intelectual no es gran cosa, pero de momento el esquema le funciona.
El PP no puede argumentar a la inversa, pues, menos entre los muy convencidos, decirse de derechas es políticamente incorrecto. Hace unos meses el propio Rajoy lo reconocía implícitamente. “No me importa que digan que soy de derechas, a veces yo mismo me lo digo”, una confesión chocante en el principal líder de la derecha. En cambio, Zapatero lucha porque le identifiquen con la izquierda, lo que cree le prestigia y asegura votos.
Una derecha que se avergüenza de serlo y que como mucho se dice de centro y una izquierda que busca que se le reconozca como tal: esta rara dialéctica describe la lucha política en España.
Pese a lo anterior, la derecha – el PP – no está peor situada en la partida ideológica. Hay una anomalía, que no se daba en la anterior etapa socialista. El PSOE de ahora no combate simbólicamente por el espacio de la moderación, sino porque se le vea muy de izquierdas. Argumentalmente le deja el centro al PP, que tiene así más terreno para expandirse.
La ventaja socialista consiste en que parte del PP tiende a irritarse por todo, enseguida le salta el bravío y la moderación se le desvanece. Rajoy habla de conducir al PP hacia la “centralidad, moderación y diálogo” y sale Esperanza despotricando contra todos. Luego le salta el retorno de Camps. Este hombre tiene más vidas políticas que un gato. Parecía desaparecido, tras lo suyo, y vuelve a lo grande. No ha cambiado su lenguaje infantil. El PP, dice, provoca “fuerza, cariño, ilusión”. Su tarea será “muy emocionante”, “tenemos la posibilidad de dar la vuelta al marcador”. Trae una novedad ideológica. Zapatero “actúa siempre a favor de los intereses de partido”, y el PP “antepone el discurso de lo que es realmente interesante para la gente, para el pueblo, para la nación”. Bonsainismo puro, resulta pintoresco. También peligroso, por la identificación de un partido con los intereses nacionales frente al partidismo ajeno. Que no cuaje la idea.
En el jardín de los bonsáis, sabemos que todos nuestros políticos son buena gente y nos desean lo mejor. Nos lo recuerdan todo el rato. Sólo queda saber qué creen que es lo mejor y cómo lo conseguirán. Para perder la sensación de que jugamos a la ruleta y de que la democracia consiste en elegir el croupier.
Publicado en El Correo