Tengo la impresión de que cuando nos educábamos sobre la cosa pública se produjo un error. En vísperas de la transición estábamos imbuidos en la idea de que el enfrentamiento entre la izquierda y la derecha constituía la esencia de la democracia. Los marxistizantes creíamos que la lucha de clases era el motor de la historia y que, en plan revolucionario o con flojera socialdemócrata (así era el espíritu de la época), las peleas entre las fuerzas del liberalismo capitalista y los sectores populares jalonarían nuestro devenir. Estaba también la idea, que hoy se antoja rara, de que las conquistas nacionales nos aproximarían a la libertad.
Por eso lo que ha venido en los últimos treinta años nos ha cogido a contrapié. No nos habíamos entrenado para ello. Tras tanto comernos el coco con la lucha de clases, resulta que la clave de nuestra vida en sociedad es la guerra territorial, el combate perpetuo entre regiones y nacionalidades, que se lanzan unas sobre otras con entusiasmo y saña. No sólo las liberaciones nacionales se convirtieron en el punto de partida para coartar libertades a los ciudadanos, sino que toda comunidad autónoma se sueña reino de taifas
Así, por ejemplo, apenas hay debates sobre la fiscalidad. Ni la izquierda aspira a sacar a los ricos hasta la última gota de sangre en impuestos ni la derecha anhela eliminar cualquier contribución progresiva para que lo paguen todo los menestrales. Si hay alguna bronca fiscal suele ser más bien retórica y pasajera. En este aspecto, las luchas titánicas se producen entre las comunidades autónomas sobre cómo ha de repartirse el pastel. Llegó la crisis y las taifas se aprestaron a salvarla logrando más recursos del Estado. Las comunidades ricas quieren que éste les dé más y así las pobres cobrarán menos. Como Robin Hood pero al revés. Las autonomías pobres se resisten como gato panza arriba. El presidente de gobierno, que fue pillado en renuncio, aseguró de pronto que todas las autonomías cobrarían más que antes. Después, averiguamos perplejos que todas cosecharían por encima de la media. Habría para todos. Milagro. La incógnita no se ha resuelto: ¿en qué gastará menos la administración central? Como los recursos no son infinitos, para dar más a las taifas hay que quitarlos del fondo común. O multiplicar los panes y los peces, improbable hazaña con precedentes bíblicos.
Como es un tema vidrioso, los grandes partidos nacionales no tienen un modelo sobre la financiación autonómica, para evitar que “sus” autonomías riñan entre sí. El asunto les sirve para echarse los trastos el uno al otro, pero en los dos partidos muchos arremeten contra sus correligionarios de otra comunidad si atisban en lontananza alguna tajada autonómica.
No hay modelo para la estructura autonómica de España, pero sí una tendencia. El sistema evoluciona hacia el desmantelamiento progresivo de la administración central. Nunca una competencia ha vuelto a ésta, ni al comprobarse que la transferencia era cara e ineficaz, o que se creaban estructuras administrativas replicantes e inoperantes. Como se hace sin un modelo previamente pergeñado y consensuado – esto va al albur de los apuros de populares y socialistas cuando están en el poder: de ambas circunstancias hay ejemplos – las Españas van mudando en migajas. Llegamos a cosas absurdas. Cada Comunidad autónoma elabora su propio reglamento taurino, para afirmar su identidad. Los toreros tendrán que viajar con un manual de Derecho Autonómico-Taurino Comparado.
La convivencia nacional no peligra sólo por los nacionalismos periféricos que cuestionan España, que en el fondo no es la cuestión fundamental. Los mayores riesgos vienen de la identificación particularista de cada autonomía con unos intereses propios cuya afirmación prioritaria niega la misma noción de intereses generales. Y se multiplican al solaparse las apuestas nacionalistas y la forja de identidades autonómicas.
Publicado en El Correo