A mis amigos les ha dado por decir que no les gustan las navidades. Es la moda. A mí sí. Me lo suelo callar para que no me miren como si fuera raro. Disfruto todos sus ritos. Están las luces, los arbolitos y los nacimientos. También la comida con los compañeros del trabajo, no todo ha de ser espiritualidad. Los colegas beben de más y se despiden abrazándose, tras un año a testarazos.
Luego llegan los niños de San Ildefonso, en plan héroes nacionales, los únicos que concitan la adhesión general. Lástima que sea sólo por un día. Siguen esos telediarios en los que la gente brinca porque le ha tocado la lotería. Tengo la impresión de que siempre les cae a los mismos. Por eso les sale tan bien la escenita del afortunado al que le toca el gordo. Ya van entrenados.
Después vienen nochebuena y navidad de una tacada, con su cena y comida en un plazo heroíco. A mis amigos les parece una barbaridad. Lo es, pero ahí está la gracia. También les agobia cenar con la familia. Yo lo disfruto. Me divierten las bromas que gastamos a las cuñadas, heroínas en el trance. A una le ponemos guindilla en algún plato, ella se la come y se le saltan las lágrimas. El resto seguimos comiendo, bebiendo y discutiendo a gritos. En mi familia no se conciben unas fiestas sin bronca y (no falla) alguna cuñada se enfada, en un momento dado acaba llorando. Todo es muy divertido.
Mis amigos, unos pamplinas, han dado en decir que lo malo de
El día de Inocentes ha perdido la brutalidad de antaño, qué le vamos a hacer, y se limita a alguna broma de periódico, como que el Athletic ficha a Messi o Cristiano Ronaldo, tras descubrirles nativos secretos de Amoroto. Mientras, las televisiones pasan reportajes sobre el año – toca:
Tampoco gustan a mis amigos los Reyes Magos, otros héroes: si hay suerte te traen la corbata y loción del año pasado, que siempre hacen ilusión. A lo mejor
Algún amigo monjil asegura que la navidad ha perdido espiritualidad. Se equivoca. El desgaste corporal de tal maratón nos deja como único recurso el alma.