Las últimas celebraciones de la Constitución presentan una saludable novedad, si se la compara con las efemérides de hace unos años, en torno al 25º aniversario. No son heroicas sino conmemoraciones pausadas. Aquellas resultaban tensas, pródigas en acusaciones. Llovían las sospechas de que unos se apropiaban de la Constitución, de que los otros la vulneraban, de que aquellos no estaban a la altura. Se decía que la Constitución sufría ataques letales, que todo estaba al garete. Lo peor: se imponía la imagen de que cada cual (“los nuestros”) representaba el espíritu constitucional y que los demás eran reos de lesa inconstitucionalidad. Por un rato tuvimos Constitución a migajas.
De momento las aguas han vuelto a su cauce. La celebración recupera un tono institucional, suavemente rutinario y algo aburrido, sin discursos de postín, pues no está la oratoria española para bollos. Cada partido tiende a celebrarlo por su cuenta, por el hábito nacional de disfrutar el chiringuito, pero no se atisba la saña de localizar lesas anticonstitucionalidades en los demás. Ver la paja en el ojo ajeno y olvidarse de las vigas propias se convirtió en el estado natural de nuestra vida pública.
Lo más peligroso de los años de la crispación fue que la bronca cotidiana disparaba por elevación. Cualquier discrepancia (mediana, de altura o nimiedades) se trufaba de denuncias por falta de fervor constitucional, y la que le caía al sorprendido en desliz. Se violó el espíritu constitucional diciendo que era para sostenerlo.
Desde 2000 había actos masivos “en defensa de la Constitución” (se repitieron durante años). No para celebrarla, sino para defenderla. Podía la idea del ataque inmisericorde, del cerco a la fortaleza constitucional, resonaba el “españoles acudid a salvarla”. Y así aquello adquirió el aire de una defensa numantina. Había que salir a la calle para defender la Constitución, buscar si alguien no lo hacía y soltarle un par de constitucionalazos para que espabilase.
La imagen de feroz acoso tuvo mucho de creación artificial. Ninguno de los puntales de la Constitución (el sistema de derechos, el régimen de partidos, el modelo representativo, los valores constitucionales, la monarquía constitucional, ni siquiera la estructura autonómica) ha sufrido graves desafecciones sociales que los pongan en cuestión. Es obvio que los republicanos no quieren rey, que los nacionalistas quieren derecho de secesión, que hay grupos a los que no les gustó que hubiese transición y otros que hubieran querido una ruptura vengativa. Pero forma parte de la naturaleza de las cosas: existían ya en 1978, pero ni hicieron la Constitución ni conviene confiarles su sostenimiento. Sí exigirles que la cumplan y hasta sería bueno que se integraran en el entramado constitucional. Las adhesiones se consiguen mejor en actos que celebran la Constitución que con actos en defensa.
Lo mejor que le puede pasar a nuestra Constitución es que le no salgan héroes para salvarla. Es mucho mejor la rutina. Y la memoria de la transición.