Para las elecciones de este año subyuga al político español el uso de las nuevas tecnologías. En los partidos piensan que quien las use bien, quien esté en más redes sociales, se lleva el gato al agua. Hasta inventan dispositivos para que nos entren en el móvil sus opiniones y propaganda. Imaginan que el candidato que más “amigos” (presuntos votantes) tenga en sus twiters, tuentis o facebooks cuenta con las máximas posibilidades de ser votado en las elecciones. Sobre todo si su página web es la más colorida y juvenil.
Suponen que el ciudadano no tiene otra cosa que hacer que conectarse a internet para conocer sus opiniones, ver su simpática mirada electoral y admirar el diseño de su publicidad virtual. O que le emocionaría ver al candidato por el teléfono. El político nacional da por supuesto que si alguien no lo vota es porque no lo conoce: ni se le ocurre que pueda ser al revés, que al conocerlo ya no se le vote. Por eso se esfuerza en hacerse presente en nuestras vidas. Antes, con los carteles electorales que nos inundaban las calles. Ahora, con internet y demás artilugios que conforman nuestra existencia virtual. Se trata de tenernos rodeados.
Preocupa más el uso de las nuevas tecnologías que el mensaje que quieren hacernos llegar. La elaboración del discurso consume mucho menos, como si fuese una cuestión secundaria. Quizá piensen que el elector potencial sólo requiere ver al político, con esa cara alegre, cómplice y responsable que le sale cuando metamorfosea en candidato. Que si lo contemplamos ya no necesita ni hablar o le bastan un par de lugares comunes: que es tiempo de reformas y que juntos saldremos de ésta pues él ya ve la luz. La misión que se autoatribuye el político español es guiarnos hacia el final del túnel mediante reformas preocupándose por “los problemas reales de la gente” y prometiéndonos innovación.
Los técnicos electorales repiten que Obama ganó las elecciones por el uso que hizo de internet. Es posible. Pero al margen de que cabe dudar que hoy por hoy en esto España sea equiparable a Estados Unidos – y de que el candidato a alcalde Manolo tenga la misma enjundia que Obama -, la comparativa tiene otro fallo. Olvida que, además de internet, en las elecciones norteamericanas había un discurso serio, bien trabado. El medio es el mensaje, pero las competencias electorales requieren algún mensaje.
Dentro de tanta pasión tecnológica está la versión interactiva. La del candidato que propone al ciudadano que le mande sus ideas por internet como si fuese el no va más. Que le haga el programa, vamos. Subyace la idea de que a un candidato le vale mostrarse campechano y voluntarioso, “uno de vosotros”, dispuesto a recoger hasta la menor sugerencia: que corten los árboles en el Arenal, que pongan un semáforo frente al tanatorio, que prohíban los toros, que pongan una estatua a los toreros. Pues tampoco es eso. Se supone que los candidatos tienen un programa, unas prioridades y un discurso – elaborado por su conexión con los ciudadanos… y su reflexión ideológica – y que les votamos por ello y porque nos resultan creíbles y competentes. Quedarse en aparecer como tan simpáticos y meros receptores digitales de las opiniones ciudadanas, justo en campaña electoral, resulta una concepción superficial del oficio de político.
Publicado en Ideal