La política española adopta la forma de un combate del bien contra el mal. Cada partido se presenta a sí mismo como la bondad, mientras los adversarios son la madre de todos los desastres. Los nuestros quieren salvar España, los otros sólo el poder a toda costa: el leit motiv de nuestra vida pública no es muy complicado. Blancanieves y la madrastra, los pitufos frente a Gargamel forman el estereotipo bipolar del imaginario político español. De creerlos, la trayectoria de nuestros políticos la explica su defensa de la virtud y las buenas intenciones. Los egoísmos, siempre ajenos, se asocian a la incompetencia.
En sentido estricto los políticos no se dedican a combatir la crisis, sino a mostrarnos que la gestionan cargados de buenas intenciones. El Gobierno deja claro que no le gusta la crisis y que aún así se empeña en que no nos sea gravosa sino grata: no como la oposición. Tampoco ésta se desgasta en alternativas. Tan sólo sugiere que, por birlibirloquismo, serán mucho más eficaces. Por sus buenos propósitos. De ahí la genialidad de Arenas, cuando dijo que con el PSOE hay “más impuestos, menos inversiones y más recortes sociales” y que con el PP habrá menos impuestos, más inversiones y pensiones. No explicó cómo logrará la hazaña. Lástima.
Nuestra política consiste en demostrar buenas intenciones, como si de ellas emanara la excelencia. Queda implícito que “los otros” – Gobierno u oposición – no las tienen, pues anteponen sus intereses. Electoralmente no se pone en juego cómo saldremos de ésta, sino quién monopoliza las buenas intenciones. Éstas se convierten en criterio universal, hasta el punto de que, en un caso extremo, no parecía juzgarse si Otegi enaltecía el terrorismo, sino sus propósitos.
Véanse los incidentes del Sáhara. El Gobierno se limita a un par de reproches y a sugerir que priman los intereses de Estado, por lo que no puede cuestionársele la intención. El PP, por situarse en las antípodas, sobreactúa un prosaharahuismo quizás sobrevenido, pues no se le había notado antes. La progresía, de siempre prosaharaui –es buena causa para la solidaridad, pues cae lejos, no tiene la peligrosidad cotidiana de la cosa vasca y hay unanimidad izquierdista en la versión– lanza toda la carga (“genocidio”) y pide rupturas o quién sabe qué. Todo se ha convertido en juicio de intenciones. Lo importante no es la posición de España, sino quien es el bueno, si el Gobierno a la chita callando, el PP abrazando manifestantes o la gauche divine con sus imprecaciones morales.
El angelicalismo argumental tiene una deriva contradictoria, el tono bronco de la política en España. Es por la necesidad de radicalizar el argumento para convencernos de la bondad. Se nota mucho en las elecciones locales. Los candidatos se desgañitan mostrando un amor irrefrenable por su ciudad, ante el temor ciudadano de que no puedan refrenarlo, pues ya conocen el percal. Dicen también que los otros sólo quieren especular. Los otros son lo peor de lo peor. Así, en Andalucía no paga impuestos ni Dios. El profeta catalán no querría denostar andaluces, sino sugerir que es Dios quien paga los impuestos en Cataluña, hasta sin pasar por el Liceo, demostrando así las excelencias de tan denigrada nación. Lo enseñaba a los suyos: la propaganda que ensalza las buenas intenciones sólo cala entre los de la cuerda.
Publicado en Ideal