Cuando hace unos meses se sucedieron huelgas y manifestaciones en Grecia contra los recortes sociales el tono general de nuestras informaciones incluía cierta conmiseración. Nosotros sabemos que resulta necesario controlar la economía, por lo que se resaltaba el desastre económico griego. Quienes protestaban aparecían como una pandilla de ilusos luchando contra la realidad, como pobretones que se habían creído ricos. El tono fue entre condenatorio e indulgente. Como estamos en el secreto de los entresijos de
Cuando hace unas semanas hubo huelga general en España –un único día, después de la de funcionarios-, con sus manifestaciones más bien anodinas, se impuso la idea de que tales movilizaciones eran erróneas y que quienes se movilizaban lo hacían también contra la realidad, sin tener en cuenta la inequívoca necesidad de los recortes sociales. El movimiento quedó (des)calificado como inoportuno e ignorante. Los sindicatos, como zafios; y sus liberados como una suerte de Atilas vagos sin más habilidad que arrasarlo todo con silicona en las cerraduras.
Cuando estos días se suceden las huelgas y manifestaciones en Francia nuestros medios de comunicación las presentan como una suerte de combate épico por la igualdad y la justicia social. También –como en Grecia, como en España– son movimientos contra los recortes sociales –que no les suban la edad de la jubilación, que la tienen a los 60 (¡!)-. De pronto los buenos son los huelguistas. Queman coches y montan barricadas y los titulares no dicen “Brutalidad sindical” o “hacia el caos social”, pues los franceses no son griegos ni españoles. Con admirativo entusiasmo, los periódicos titulan “Arde París”, lo habitual cuando a los franceses les da por quemar cosas. Vista desde aquí, allí la protesta no es zafia, coactiva, ignorante o ilusa, sino justa y esperanzadora. Hay reportajes sobre cómo en los Institutos los de Bachillerato discuten día a día democrática y civilizadamente el paro y de cómo se cortan las calles y los transportes democrática y civilizadamente. Las manifestaciones son también ordenadas y civilizadas, sin que quede claro cómo a veces acaban en bronca, enfrentamientos con la policía y detenidos. En estos casos no sucede como en Grecia o en España, que se presentan como una consecuencia casi ineludible de la frivolidad sindical, sino como una anomalía que preocupa a los sindicalistas y a la ciudadanía.
Los huelguistas franceses salen imbuidos de una especie de verdad trascendente, de una justificación moral profunda. No faltan las alusiones a mayo del 68.
Nadie diría que protestan por lo mismo que griegos y españoles y de la misma forma, quizás más ruda. Lo único que suele preocupar a los cronistas es si en el conflicto intervienen inmigrantes, para escribir sobre el fracaso de la integración magrebí en Francia. Como en las protestas contra las reformas sociales este componente no juega un papel decisivo los relatos son plácidos. A los autores de las narraciones periodísticas les gusta que las protestas francesas sean étnicamente puras.
Cuando las huelgas francesas paralizan los aeropuertos nuestras noticias lo comunican con respeto para que nos informemos de las cancelaciones y no metamos la pata protestando, una falta de educación. Cuando las huelgas españolas paralizan los vuelos las noticias hablan de graves trastornos y de cómo se deteriora nuestra imagen exterior, pues queda implícito que todos los demás se horrorizan con nuestras huelgas. Hasta se entrevista a algún turista mostrando su indignación por el desbarajuste, no como el español en París, que en similar trance ha de producirse con el debido respeto. Como mucho, se queja de que le compañía española no le haya informado.
Si en España se estuviese produciendo un movimiento de protestas como el de Francia –siete huelgas, alteraciones de los servicios, desabastecimientos, enfrentamientos con la policía, alguna violencia que otra- los medios de comunicación no lo presentarían como una lucha heroica, pues eso queda para Francia, el país de la revolución y la libertad. Todo adoptaría un tono apocalíptico. Quedaría claro que estamos al borde del caos, desprestigiados, que se derrumba
Seguimos en el papanatismo. Nos gusta autoflagelarnos bajo el supuesto de que nuestras actitudes son vergonzantes, distintas a la lógica de “los avanzados”. Mantenemos la admiración respecto a quienes consideramos europeos europeos. En el fondo todavía nos vemos como aspirantes –menos cuando a los presidentes del gobierno les da por epatar a
Es mejor ser francés.
Publicado en El Correo