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Fragilidad tecnológica

Los héroes de estos días son quienes pretenden volar y las cenizas del volcán les dejan anclados, a verlas venir. Decenas de miles. Después de todo, también en Europa estamos a expensas de la naturaleza. Relativamente: no al modo de los países del tercer mundo, donde un terremoto en Haití provoca una debacle humana. Lo nuestro se mide en molestias, retrasos, pérdidas económicas que se saldan con alguna bajada en Bolsa.

Sin embargo, no hay que minusvalorar lo de estos días. Deja claro que no lo tenemos todo controlado, contra uno de los supuestos básicos de nuestra suficiencia occidental. Confirma que el desarrollo tecnológico presenta sus fragilidades. Es vulnerable a un “tropiezo geológico”. Como mínimo. Hace sólo unas pocas décadas una erupción en Islandia hubiese pasado socialmente inadvertida, como una curiosidad, un breve en el periódico o algún documental si las imágenes quedaban vistosas. Por lo demás, sólo hubiese sido un acontecimiento para el estudio científico. A estas alturas provoca el caos general. El avance de la tecnología paradójicamente nos hace más vulnerables. Eso es lo que hay, y no sirve la autoconmiseración moral sobre las dependencias de nuestro desarrollo.

De un tiempo a esta parte nos estamos habituando a vivir in extremis. Por causas diversas, llámense gripe aviar, gripe A, nevadas, inundaciones, urgencias terroristas, agitaciones bélicas, crisis financieras, terremotos y demás: todo queda equiparado en la vorágine mediática que iguala dramas, catástrofes, averías y sobresaltos pasajeros. Las conmociones internacionales, las urgencias, se están instalando en la rutina. Hasta han generado sus mecanismos, parte ya de nuestros modos públicos. Consisten en reuniones internacionales cuya eficacia resulta a veces dudosa, pero que cumplen la función de demostrar que los gobiernos son sensibles a nuestros padecimientos y que afrontan con rapidez los problemas.

En la crisis del volcán está apareciendo una particular lectura, secuela de los sobresaltos anteriores por motivos sanitarios. Es la idea de que la alarma ha sido excesiva, de que no era para tanto. Lego en la materia, no se me ocurriría opinar sobre la pertinencia de que dejaran de volar los aviones. Se me ocurre sin embargo que hubiese bastado la posibilidad de un único desastre aéreo – parece que la había, máxime cuando son miles y miles los vuelos – para que hubiese estado justificado. Dejando a un lado que hubiese provocado muertes evitables y un colapso sin parangón, teñido de tintes dramáticos y acusaciones por doquier.

Como no podía ser de otra manera, pues forma parte de la banalización cultural, acompañan ya a la crisis las explicaciones conspirativas. De modo que las cenizas volcánicas son un escalón más que nos llevan hacia el fin del mundo o de la civilización. Que si la erupción se debe al cambio climático o a bombas nucleares subterráneas, pues las teorías conspirativas parten de la peregrina idea de que, por sí, en la naturaleza no pasan estas cosas, ni han ocurrido antes. O de que ya lo habían dicho las profecías mayas, sumerias, bíblicas o budistas, todas confabuladas para hacernos la pascua a fecha fija. O el propio Nostradamus.

El resultado de todo esto serán unas cuantas comisiones internacionales para analizar, estudiar y proponer protocolos para futuras contingencias volcánicas. Como nuestra civilización tecnológica seguirá vulnerable, consistirán básicamente en cómo tranquilizarnos cuando llegue el caso y hacer más llevaderos los sufrimientos. O que, al menos, no nos sintamos heroicos cuando nos pillen las cenizas islandesas o cualquier otro capricho de Gea.

Por Manuel Montero

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