Los medios demoscópicos actuales permiten conocer al día las preferencias de la gente. No sólo qué votarían. También qué medidas gustan y en qué grado. Un Gobierno podría satisfacer así constantemente las apetencias populares, si ajusta su política a lo que en cada momento es la voluntad general, al menos la de su ámbito social de referencia, procurando que mantenga un peso específico suficiente.
Es lo que se llama la “democracia instantánea”. Conlleva algo más que electoralismo. Hasta hay quien la llama “democracia perfecta”, pues apunta hacia el viejo ideal de que las decisiones políticas respondan para cada materia a las querencias sociales. Sería una suerte de democracia directa, por la vía de los sondeos y su interpretación gubernamental, que vendría a mejorar la democracia representativa. De paso, facilitaría la tarea de los Gobiernos: más que definir alternativas, tendrían que dedicarse a auscultar el estado de la opinión y dejarse llevar por tales querencias. Por si fuera poco, aumentarían las posibilidades de reelección del partido gobernante, pues no habría hecho otra cosa que satisfacer a las mayorías suficientes.
Tiene interés el concepto de “democracia instantánea”, pues según asegura García Abad – en su libro “El Maquiavelo de León”, sobre Zapatero – ha inspirado expresamente la forma de gestión del Gobierno socialista. De su análisis provoca alguna perplejidad el actual mecanismo de toma de decisiones, con una tensión permanente entre los ministerios y la oficina del Presidente. En esta duplicidad de mandos los ministros quedan a veces desautorizados y enmendadas sus propuestas por sugerencia de los listos de la Moncloa. La intuición del Presidente vendría a ser el árbitro de las discrepancias. Parece un sistema caótico.
En consonancia con esta práctica está la idea de la “democracia instantánea”. Tiene algún predicamento en otros sitios. La usó Bill Clinton y subyacen en ella los afanes políticos de seguir siempre la ola de la opinión. Hasta podría justificarse alegando que no está mal que los Gobiernos den alguna satisfacción al ciudadano, en vez de estar siempre amargándole la vida.
En la “democracia instantánea” queda bien que un gobernante rectifique una vez y otra. Ayer decía que el blanco es blanco, según sugerían las encuestas. Hoy dice que el blanco es negro, pues la percepción de la gente ha cambiado. ¿Opinión errática, inconsistencia? Según estos supuestos el Gobierno habría hecho lo que tenía que hacer, pues los ciudadanos viven hoy y no ayer. Sus percepciones pasadas ya no cuentan. El Gobierno sigue a la cabeza de la manifestación.
Así, los laboratorios demoscópicos sustituyen a las ideas. Resulta inquietante, pues elimina la importancia de los programas de los partidos. Las reformas se harán en la medida que lo vaya expresando una mayoría conveniente de encuestados, convertidos en representación de la soberanía. La “democracia instantánea” resulta delicadísima en época de crisis, por la imposibilidad conceptual, por ejemplo, de realizar reconversiones como las de hace treinta años. O de tomar alguna medida impopular, aunque sea necesaria. Como sopas y sorber no puede ser, la creencia en la democracia instantánea puede llevarnos al desastre. Eso sí, nos hundiremos desde una general satisfacción instantánea.
Publicado en Ideal