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Deslegitima, que algo queda

Nuestra democracia tiene fallas, como todas, pero resulta preocupante la creciente costumbre de cuestionarla. La búsqueda de soluciones a los problemas estructurales – la corrupción, la fragmentación del Estado, el descrédito de la política… – queda sustituida por una impugnación general a nuestro sistema constitucional. No suele llevarse a cabo mediante el procedimiento razonable de criticarlo y proponer alternativas, sino por el medio más sutil (y peligroso) de sugerir grietas en su legitimidad.

El mecanismo deslegitimador sigue la vía de cuestionar el proceso histórico que gestó al sistema. La primera fisura fue de tono menor. Se pasó de hablar de “la ejemplar transición” a insistir en sus imperfecciones. Se prescindió de una visión global del proceso y de su corolario, la formación de una democracia, como si el logro fuese de segundo orden. Hasta se oye que hay que terminar la transición inacabada, que es necesaria una nueva transición, una segunda transición. Al principio lo decían sólo quienes hubiesen preferido una ruptura. Luego también los demás, quizás con intenciones sólo retóricas.

La expresión no es inocua. No queda claro qué sería otra transición – ¿de la democracia a otra democracia? -, pero sí que el régimen salido de la transición tiene déficits de origen, el mayor baldón para cualquier sistema de legitimación. El sueño de una nueva transición no parte de la crítica al resultado, nuestra democracia, sino de sus presuntos vicios de origen. Se trata de enmendar la historia, no el presente: volver a tejer la tela de Penélope, pues en nuestra cultura nos gusta la autoflagelación endémica.

Una base de la transición fue el acuerdo de no saldar cuentas con el pasado, para propiciar la convivencia. Tal espíritu se relativizó hace ya algunos años. Así, la controversia pública se desplaza hacia el franquismo. Se cuestiona la validez de la Ley de Amnistía de 1977. O se afirma que no amnistió a los franquistas, sólo a los antifranquistas. Que el franquismo se había autoamnistiado, y que por tanto se puede, y hasta se debe, actuar judicialmente contra sus responsables, así que pasen las décadas y las generaciones. La memoria histórica, que se debe a las víctimas, adquiere un aspecto punitivo y la política española se encalla en un debate político sobre la guerra y sus consecuencias brutales.

El supuesto de que la aministía del 77 no fue plena es falso. Se amnistiaron “todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día 15 de diciembre de 1976”. Después de esta fecha abarcaba a los actos relacionados con la lucha por las libertades, pero antes del 15 de diciembre de 1976 – referéndum para la Reforma Política – eran todos, cualquiera que fuese su intencionalidad política.

El uso del pasado como objeto de la diatriba no tiene interés historiográfico ni moral, sino político. Quiere cambiar el presente, que se dé vuelta atrás al borrón y cuenta nueva que supuso la transición. Todo ello, setenta años después de la guerra civil. Tras treinta años de democracia. Como si el pasado luctuoso nos tuviera atrapados y nunca pudiésemos salir de él. Como si lo importante no fuera la convivencia y sí la ruptura que sufrió hace más de siete décadas.

Publicado en Ideal

Por Manuel Montero

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marzo 2010
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