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Delibes

Ha muerto Miguel Delibes. No se hará aquí una necrológica, que los hay más autorizados para ello y podremos leer algunas magníficas estos días. En recuerdo del escritor recojo aquí un breve texto suyo. Es de su libro “Castilla, lo castellano y los castellanos”, que recomiendo.

El amor a la tierra, al que ya hemos aludido, proviene seguramente del hecho de que el campesino castellano ha dejado literalmente su vida en los surcos. Su tierra forma parte de sí mismo, se mira en ella; hay en esa actitud una suerte de narcisismo. Para él no es lo mismo un cavón que otro cavón, ni la puesta del sol tras el cerro desde una perspectiva que desde otra perspectiva. De ahí su resistencia tozuda a cambiar de fincas. En el caso de las permutas que exigía la concentración parcelaria se tomó por interés – que tal vez existió en algunos casos – lo que era más bien sentimentalismo. No se trataba de ganar o perder en la calidad de la tierra sino de la familiaridad con ella, del hecho de haber llegado a integrarse en ella en una comunión entrañable y, lógicamente, a ver como bueno – con frecuencia como lo mejor – lo que no era más que regular y, en ocasiones, malo. Hay que tener en cuenta que el viejo campesino desde la siembra en octubre, con el primer tempero otoñal, hasta la recolección en agosto, bajo la violenta canícula estival, visitaba su predio a diario, lo araba, lo aricaba, lo limpiaba de malas hierbas, rogaba al Santo para que una helada tardía o un nubazo intempestivo, no malrotara el trabajo de todo un año. En una palabra, vivía en, de y para su tierra, en una entrega total, sin limitación de esfuerzos ni de tiempo. Y esto ha sido así durante siglos hasta que las máquinas han dulcificado las labores y han quebrado aquella comunión.

Los historiadores nos dicen que de los pueblos que en la antigüedad fueron ocupando España – iberos, celtas, romanos, etc.- apenas asentaron en Castilla, las tribus más sufridas y esforzadas, es decir, las menos. Las preferencias de los ocupantes fueron siempre por el litoral o las regiones meridionales, de clima más benigno y perspectivas más ha lagüeñas. Esto explica el hecho de que el castellano, antes de serlo, antes de existir Castilla como tal Castilla, sea, desde origen, un ser austero, laborioso y tenaz. Es incuestionable que en las nuevas generaciones, hechas al tractor y la cosechadora, el panorama ha variado, pero el viejo campesino que aún sobrevive en las tierras altas, continúa aferrado a las costumbres tradicionales, no concibe las nuevas normas de racionalización del trabajo, ni tiene para él ningún sentido el hecho de que el hombre, llegado a determinada edad, tenga que sentarse a descansar. El señor Cayo, tantas veces citado, arquetipo del castellano viejo, ante el estallido de cólera de Laly, su visitante ocasional, al verle coger la azada a los 83 años, responde con toda naturalidad: «¡Toó! y si me quita usted de trabajar el huerto, ¿en qué quiere que me entretenga?» El campesino no concibe otra cosa, no comprende, por ejemplo, la justicia de una jubilación retribuida. Su vida y su razón de ser es la tierra, trabajar la tierra, sudar la tierra, morir sobre la tierra y, al final, ser cubierto amorosamente por ella”.

Por Manuel Montero

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marzo 2010
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