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Los vascos románticos

Parte de la ópera de Verdi “Il Trovatore” transcurre en el País Vasco. En realidad, es el escenario de los sucesos que desencadenan y alientan el drama, forjado con pasiones intensas y venganzas largamente incubadas. Y allí se sitúa expresamente el arranque del II Acto, el que incluye su canción más popular, “la zingerella”, dedicada a una gitana vizcaína.

No resulta casual la ubicación vasca del núcleo de la tragedia, ambientada en el Medievo. Se debe a la imagen que el romanticismo construyó sobre los vascos, algunos de cuyos elementos arrancan de una tradición anterior. Idealizaciones al margen, los vascos siguen reconociéndose en sus perfiles básicos.

La obra de Verdi, de 1853, dio dimensión universal a esta imagen romántica, pero su gestación es anterior, incluso la historia que se vierte en la ópera. Su libreto se basa en la obra de teatro “El Trovador” (1836) de García Gutiérrez, uno de los principales dramaturgos del romanticismo español.

Vizcaya queda asociada a los misterios ancestrales, a las montañas, a los sentimientos arrolladores. “Yo no ambiciono riqueza. ¿Y para qué? Me basta mi libertad y las montañas que fueron mi casa y donde vivieron mis padres siempre”, explica la protagonista a su hijo en la versión de García Gutiérrez. En la escena final de la ópera de Verdi la mujer canta: “A nuestros montes volveremos. Allí gozaremos la antigua paz”.

En esta recreación romántica Vizcaya son los montes, la paz ancestral, la libertad personal plena. Aparece como el sitio preferible a todos, donde vivieron los antepasados. Pueden las ideas románticas que la asociaban a la autenticidad natural o al amor a la tierra, bien distintas a los entresijos políticos, que en esta historia quedan relacionados con Aragón. En esta atmósfera vital de exaltación de la libertad individual adquieren su sentido los impulsos atávicos que envuelven el drama, los sentimientos irrefrenables, la reclamación de la venganza o el amor materno y el filial.

La idea de autenticidad la lleva hasta sus últimas consecuencias el romanticismo, que idealiza la Edad Media para glorificar la libertad individual. En este esquema encajaba el País Vasco, que mantuvo hasta el XIX sus fueros, una legislación medieval, así como el idioma y algunas conductas propios. “Cortos en palabras, pero en obras largos” había escrito unos siglos antes Tirso de Molina para referirse a los vizcaínos, poquedad verbal a la que contribuirían las dificultades de expresarse en castellano. Las peculiaridades en la locución aparecen también en Don Quijote, cuando la dicción se le trafulca al vizcaíno, que además se aferra a algunos rasgos singulares y defiende airado su hidalguía, al gritar que es noble por tierra, por mar y por el diablo.

La equiparación de los vascos a una autenticidad originaria la desplegó el romanticismo, pero sobrevivió a esta época. “Si los pueblos sin historia son felices, felicísimos han sido los vascos durante siglos y siglos” escribió Cánovas del Castillo, reteniendo esa imagen mítica de un pueblo milenario, ensimismado en sus particularidades. El propio Unamuno incurre en la evocación de resonancias románticas. “Durante siglos vivió mi raza en silencio histórico, en las profundidades de la vida, hablando su lengua milenaria, su eusquera; vivió en sus montañas de robles…”.

Estas imágenes tuvieron hasta su importancia económica, cuando a mediados del XIX algunos pensaron que el desarrollo vasco se basaría no en la industria, sino en el turismo y los balnearios. En este país se respira mejor, la vida parece que se activa y adquiere fuerza y plenitud de acción”. Aire puro, vitalidad, fuerza: las imágenes de la naturaleza pura inundan la época. “Las flores, los perfumes, los raudales de sabia y vida se presentan por todas partes, una naturaleza siempre bella, siempre joven, siempre dulce y expansiva”. La prensa ahondaba en el carácter auténtico de los paisajes de Vizcaya y de Guipúzcoa. “Todo es animación, todo es vida vegetal”.

Más alejado de idealizaciones milenaristas y naturales, Pío Baroja transmite otra imagen, pero enlaza con la visión romántica. Insiste en una identidad individualista de los vascos, frente a la colectiva que por entonces difundía el nacionalismo. Su héroe vasco es solitario, ajeno a las causas doctrinales. Sus contrabandistas, marinos, tratantes de esclavos, aventureros… reniegan de someterse a las instituciones. Lo hacen en virtud de sus azarosos destinos personales, no por consagrarse a empresas políticas. Eso sí, suelen mantener el apego a sus lugares de origen.

Las imágenes románticas se forjaron en el siglo XIX y la generación del 98 las recreó. Subsisten en parte, pues la modernización fue compatible con el mantenimiento de una personalidad específica, que con algunos cambios pasó a la sociedad industrial. Adquirió la forma de una mentalidad urbana, alejada de las pretensiones colectivistas de raíz ideológica.

Quedan secuelas de estas imágenes históricas: una especie de apelación al individualismo creativo, la pretensión de autenticidad, el apego a lo propio, compatible con la vocación de sobrepasar barreras.

Son valores que no proceden de las definiciones políticas, que gustan de las identidades. Se afirman en el día a día. No tienen nada que ver con la intolerancia, el apartamiento del otro o el cierre de las fronteras. Sí con la capacidad de reivindicar la libertad de las personas, mezclada con una especie de orgullo local, iniciativas solidarias y afanes emprendedores. En el País Vasco no todo es política. Quizás ésta acabe sometiéndose a las querencias cotidianas. ¿Son valores románticos? Es posible, pero con capacidad de mover montañas.

Publicado en Ideal

Galardonado con el Premio Periodismo El Correo 2009

Por Manuel Montero

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febrero 2010
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