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La Constitución en el candelero

La Constitución ha pasado por días mejores. En los últimos tiempos está en boca de todos, que es lo peor que le puede pasar a las constituciones. Hasta se habla de que ha llegado la hora de cambiarla, como si la Constitución de 1978 fuese la expresión de opresiones insoportables. O de que valen más los intereses de la nomenklatura política catalana – llamada “dignidad de Cataluña” – que la concordia constitucional.

Los zarandeos a la Constitución no vienen sólo de los grupos que le han sido siempre reticentes, en general debido a que habla de la soberanía del pueblo español. Ahora implica a gente de los partidos de gobierno. No hay trazas de que el pueblo soberano esté a disgusto con nuestro régimen de libertades y sistema político – más bien lo contrario -, pero, excepto en días de celebraciones, a algunos mandos parece sacarle de sus casillas lo que hay, pues quieren mandar más o con más lustre. Además, tanto populares como socialistas han cometido errores de bulto en el tratamiento de esta cuestión fundamental.

Una decisión clave para la estabilidad constitucional se produjo en la navidad de 1999, ahora hace diez años. Pasó casi inadvertida entonces, pero sus implicaciones pesaron después como una losa. El entonces presidente Aznar decidió que el PP se presentase a las elecciones de 2000 con el lema “en defensa de la Constitución”.

Se justificó que era “para hacer frente a los ataques de un sector del nacionalismo”. Cuesta entender esa lógica, pues el nacionalismo no era entonces más fuerte ni más desleal que las dos décadas anteriores. Ciertamente, el nacionalismo vasco se había lanzado a tumba abierta por la vía soberanista, pero su chantaje no hacía peligrar la Constitución, ya que los constitucionalistas no habían caído en la trampa y mantenían una postura unánime, que se llamó frentista.

En 1999 – y antes y después – sí se localizaban peligros para el funcionamiento constitucional, pero por un lado diferente al que se decía. Nuestro sistema de partidos lleva a que los gobiernos sin mayoría absoluta tengan serias dependencias políticas respecto a los nacionalistas. Éstos suelen fijar un alto precio político y económico por su apoyo. Todos lo han venido pagando, populares y socialistas. Pero esto no tenía nada que ver con el llamamiento de 2000.

La propuesta electoral de la defensa constitucional abrió una brecha política seria. Al margen de si tal llamamiento era necesario o no, la defensa de la Constitución se usó como lema partidista. El adversario de referencia era el nacionalismo, pero el PP echó mano de la defensa de la Constitución para enfrentarse a su antagonista directo, el PSOE, como si tal defensa pudiera ser la gesta de una sola parte del sistema constitucionalista de partidos. Venían a sugerir que ellos la defenderían mejor. Era una quiebra en la concordia constitucional, un intento de patrimonializarla.

Puso a la Constitución en la primera línea del combate partidista. Durante unos años populares y socialistas se zumbaron a constitucionalazo limpio. Llovían acusaciones de deslealtad. La Constitución sufrió un desgaste serio. Un lema de Estado se había convertido en partidista.

Diez años después de la llamada electoral a la defensa de la Constitución la situación es mucho más delicada que entonces. Sin embargo, no puede decirse que los males actuales tengan relación causa-efecto con la decisión de 1999-2000, la sombra de Aznar no es tan alargada. Se abrió una nueva fase, en la que han entrado en liza los conceptos del gobierno de Zapatero, que también tienen su miga.

A partir de 2004 la defensa de la Constitución salió del debate político, al menos como arma arrojadiza. Fue una buena nueva, pero en el periodo que ha seguido no se ha fortalecido la estabilidad constitucional. Han concurrido dos fenómenos, de origen no interrelacionado, pero que confluyen para gestar el actual ambiente espeso, como si viviésemos una crisis constitucional permanente.

Primero, ha influido la visión laxa que el gobierno socialista ha mostrado respecto a la Constitución. En su planteamiento todo parece negociable e interpretable, al modo de un zurcido aquí, un remiendo allá, donde dice digo dice diego, con gusto por el regate corto. La Constitución no es esa mole agresiva de rostro antipático que se sugirió en el periodo anterior, pero tampoco un monigote posmoderno en el que todo es relativo, adaptable al gusto del consumidor o de los apoyos gubernamentales.

La otra gran fisura del régimen constitucional atañe a los dos partidos de gobierno. No consiste en las ansías nacionalistas, sino en la costumbre autonómica – de todas las autonomías, las del PP y las del PSOE – de lanzarse en picado sobre el presupuesto, para mejorar su parte del pastel. No son nacionalistas, pero cuando se trata de cerrar filas, reivindicar dineros, exclusividades competenciales, aguas, ríos, lo que sea, no les gana nadie a nacionalistas. De este egoísmo tribal nacen las principales amenazas para el régimen constitucional. Tenemos 17 lehendakaris – ninguno nacionalista – con la tentación de cantarle las cuarenta al Estado, ahondar en sus señas de identidad autonómica y en sus políticas diferenciales. Gusta romper la baraja, o amagar con ello, con poses al modo soberanista. Es muy difícil contrarrestar el anticonstitucionalismo cuando a la menor se imitan sus maneras.

Publicado en El Correo

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Por Manuel Montero

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