No me gusta escribir necrológicas, y menos de un amigo, pero este blog habla de héroes y Antonio Beristáin, que murió ayer, lo ha sido. Toca hoy recordarle. Le conocí en alguno de los actos contra el terrorismo que se celebraban en el País Vasco durante los años noventa, no sé ya en cual. Tuve la suerte de tratarle los siguientes años. De él se pueden destacar muchísimas cosas, su aportación científica, su impulso de la criminología, su calidad universitaria, pero tengo la sensación de que no toca aquí. Sí un aspecto: su defensa de la democracia, su repudio de la barbarie terrorista, su condena de ETA y de quienes la alientan. Su postura, que envolvía siempre con una reflexión moral, tuvo sus costos personales: recuerdo algunas conversaciones con él cuando tuvo que empezar a llevar escolta. En el fondo ni él ni yo entendíamos nada, pero seguramente no había nada que entender.
En Valencia, cuando le dieron el premio de la Fundación Manuel Broseta, tuvimos una breve discusión, más bien una conversación, sobre un aspecto de su discurso que me sobresaltó. Agradeció su actitud a los amigos que lo seguían tratando pese a saberle amenazado. Yo, en esto menos flexible, le dije que este agradecimiento sobraba, si hablábamos de amigos. Ahora sospecho que él llevaba razón.
En la Iglesia vasca he conocido muy pocos religiosos que se hayan opuesto rotundamente al terrorismo, a ETA y a todo lo que implica. Menos que los dedos de la mano, es algo que siempre que ha sorprendido. Antonio Beristáin, jesuita, ha sido uno de ellos. Cuando me lo encontraba siempre me daba la impresión de que estaba ensimismado en su mundo y creo que era cierto, pero su mundo era el nuestro, el de la democracia y la convivencia.