Pues a mí me parece heroica la encíclica de Ibarretxe intitulada “el cántaro vacío es el que más ruido mete”, comunicada hoy al universo mundo. Tiene mucho mérito, pues enseña que su autor se ha quedado prendado de un instante de su biografía, cuando fue sustituido en el cargo de lehendakari, tras las elecciones de marzo.
Se le nota enfadado. Sus sucesores, dice, tienen afán de revancha, afán propagandístico, afán de salir en la foto, son desidiosos, tienen prejuicios políticos, desmantelan la personalidad e identidad vasca, llevan a cabo la limpieza de los profesionales no alineados con el gobierno. Les preocupan cosas que, sugiere, no preocupan a la ciudadanía (carteles de presos, euskera en las escuelas, etc.). Viven del cuento.
Por si fuera poco, el Gobierno sucesor lleva fatal la economía. Para que progresasen adecuadamente en la materia necesitarían “ideas, frescura, tensión intelectual”, se entiende que como las que había antes.
Este hombre tiene una imagen homérica de su época. No concuerda con la percepción común, pero se ve que tiene cariño a su década.
Repite el antiguo lehendakari lo de hace unos meses: el PNV ganó las elecciones; es injusto que no formase gobierno, viene a decir.
Lo explica de forma conspirativa. Hubo pacto PSE-PP porque “somos un problema de Estado”. No aclara si el problema son los nacionalistas o los vascos en general.
O los votos, que no dieron para que el PNV repitiese.
Lo mejor es cuando retorna a sus ideas más queridas: tenemos que vender en el extranjero la identidad vasca. De ello dependen nuestro bienestar y hasta puestos de trabajo. Asombra su convencimiento de que hay una única identidad vasca, la definida por el nacionalismo; y de que el mundo está obsesionado por las identidades, como si estuviese poblado por nacionalistas a la vasca o asimilados.
La epístola tiene algo que enternece, ese sostenella y no enmendalla. No podría acusarse a su autor de ser un veleta y de decir ahora algo distinto a lo de antes. Otra cosa es que se entienda que la política puede construirse sobre la precariedad argumental o que la terquedad es una virtud política. Pero conmueve ese quedarse anclado en el final de sus diez años de mandato, encomiándolos y denigrando “el hecho sucesorio” y lo de después. Acaso viva los años venideros reconcomiéndose por los sucesos de 2009, repitiendo que fue inadmisible que dejara de ser lehendakari, reivindicándose a sí mismo, buscándoles los fallos a los sucesores, viéndoles briznas en los ojos y olvidándose de las vigas propias (esa sugerencia de independencia de la televisión nacionalista provoca perplejidad).
La autoreivindicación tiene sus riesgos, si alguna vez se descubre que no todos los suyos están obsesionados por defender la década prodigiosa del soberanismo. O que el tiempo pasa. No es bueno que los héroes canten la canción que habla de sus gestas y de los horrores que siguieron. Sería mejor que el panegírico – y la diatriba a los réprobos – se lo hiciesen los demás.