A veces los personajes imposibles dan lugar a arqueologías fantásticas. Hablábamos de Merlín. Esta es su tumba. O su prisión. Porque, si hacemos caso de la leyenda, el mago pervive de algún modo en estas piedras. No debajo de ellas, sino ‘en’ ellas, en una especie de letargo adimensional.
El fin de Merlín es de una tristeza sobrecogedora. El mago, muy anciano, se enamora de Viviana, una joven a la que tiene por amiga. Ella sólo quiere sus poderes, logra convertirse en su aprendiz y le va arrebatando porciones de su saber oculto a cambio de unas pocas caricias y un afecto que promete algo más que nunca llega. Hasta que obtiene el hechizo final, el que retiene a las almas entre dos mundos, encadenadas a un árbol, a una roca, a una fuente. Él sabe que va a caer, pero no se resiste. Y ahí está, en estas piedras. O en las otras que forman el resto de la media docena de tumbas de Merlín que hay repartidas entre le Bretaña francesa y las Islas Británicas. Aunque se presta a interpretaciones rijosas y ha dado lugar a alguna que otra parodia cruel, es una leyenda muy triste pero efectiva, porque ha contribuido a salvaguardar unos cuantos monumentos megalíticos. ¿Qué habrá sido del túmulo de Viviana?
“Vivimos igual que soñamos: solos” (Joseph Conrad)