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Julio Arrieta

Gabinete secreto

El alquimista escéptico

Alguien no encaja en la galería de personajes que pueblan la ‘Historia del ocultismo’ de L. de Gérin Ricard: Paolo Sarpi , Pedro Sarpi antes de abandonar el mundo para entrar en religión como Siervo de María. Además de su faceta religiosa, Sarpi (Venecia 1552-1623) figura en la historia de la Ciencia como matemático, anatomista, físico y astrónomo notable. Amigo de Galileo, le ayudó a mejorar su telescopio y trazó su propio mapa de la Luna. Por su parte, el sabio pisano dijo de él que “sin ninguna exageración podía decirse que nadie en Europa supera a este maestro en el conocimiento de las matemáticas”. Copernicano él mismo, Sarpi avanzó que Galileo iba a tener dificultades con la Iglesia, pero no lo predijo por medios mágicos porque algo del asunto sabía: todas sus obras acabaron en el Índice de libros prohibidos. ¿Qué hace entonces este hombre en el libro de Gérin Ricard, rodeado de nigromantes, muchos de ellos de los de cucurucho en la cabeza?

La respuesta es que Paolo Sarpi fue alquimista. Pero lo que le convierte en un personaje estupendo es que fue un alquimista escéptico. Quizá el único alquimista escéptico de la historia. No creía en la existencia de la piedra filosofal ni en la posibilidad de fabricar oro. “Es una cosa que debe señalarse, pues tal vez es única en la historia del ocultismo esta negativa de un alquimista a conceder el menor crédito a la Gran Obra”, dice Gérin Ricard. A diferencia de todos sus colegas de retorta y como buen cofundador de la ciencia experimental, Sarpi concluyó después de años de trabajo en el laboratorio que toda la jerigonza hermética de los mamotretos alquímicos no era más que charlatanería y que los alquimistas que pretendían realizar trasmutaciones o eran unos ilusos o unos rufianes engañabobos. A veces las dos cosas a la vez.

Precisamente los galimatías simbólicos de los tratados de alquimia que tanto disgustaban a Carpi llevaron a muchos alquimistas a experimentar con las materias más asombrosas para obtener sus mercurios filosofales, a partir de los cuales se suponía que se obtenía la piedra filosofal. Christopher McIntosh no se resiste a citar dos ejemplos bastante cochinos en ‘Los rosacruces: Historia y mitología de una Orden Oculta’: “La utilización por los alquimistas del semen y otras sustancias orgánicas queda confirmada en otro pasaje del libro de Gustav Brabbée, en el que describe con horror a cierto grupo que trabajaba sobre el principio de que el cuerpo humano es la mejor retorta existente para producir el elixir. Una de las formas que empleaba dicho grupo para tratar de conseguir el elixir era contratar a unos hombres y mujeres a quienes, a cambio de una suma de dinero, se les pedía que comieran y bebieran los mejores manjares y el mejor vino hasta hartarse, y a continuación se procesaban sus excrementos y su orina para extraer el elixir. Para la obtención del semen destinado a esos mismos fines contaban con la colaboración de uno de ellos, que era oficial del ejército. Pagando una cierta cantidad de dinero, este hombre conseguía la sustancia deseada de los soldados bajo su mando. Este sistema se utilizó hasta que aquellos voluntarios empezaron a debilitarse tanto que el médico del regimiento hizo una investigación y uno de los ‘productores’ reveló el por qué de la flojera”.

En fin. ¿Qué se puede añadir? McIntosh remata: “Pero por risibles que nos puedan parecer estas actividades, eran una consecuencia perfectamente lógica de las premisas sobre las que operaban los alquimistas”. Caca y semen ajenos. ¡Como para no generar escepticismo en alguien que sólo creía en el fruto de la experiencia!


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