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Julio Arrieta

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Galileo cortesano

En el prólogo de ‘El dedo de Galileo: las diez grandes ideas de la ciencia’, su autor, Peter Atkins, explica el porqué del título del libro y escribe que el sabio pisano “representa el punto de inflexión, el momento en que la empresa científica cambió de rumbo y los científicos dejaron sus cómodos sillones, pusieron en duda la eficacia de la aliaanza entre raciocinio y autoridad con la que hasta entonces se había intentado luchar a brazo partido con la naturaleza del mundo y dieron los primeros pasos titubeantes por la senda de la ciencia moderna”. La importancia que le damos hoy en la historia de la ciencia hace que a menudo olvidemos lo que Galileo fue en su tiempo y su sociedad: un cortesano sujeto por contrato a la corte de los Medici y cuya principal función era deleitar a los príncipes y sus invitados desplegando su brillantez en agradables debates de sobremesa.

En ‘Galileo cortesano: La práctica de la ciencia en la cultura del absolutismo’ (editorial Katz), Mario Biagioli, profesor de historia de la ciencia en la Universidad de Harvard, reconstruye la vida como ‘nuevo filósofo’ profesional de Galileo y su mundo. Entre las muchísimas cosas que se descubren al leer este libro está que “hasta donde se sabe, el salario de Galileo se encontraba entre los diez más altos que pagaba el ducado de Toscana en ese momento”, comparable con el del ‘Maggiordomo maggiore’, funcionario principal de la corte. Semejante munificencia no se debía a que Cosme de Medici fuera consciente de la importancia de los descubrimientos efectuados por Galileo con su telescopio en 1609 y 1610. “En efecto, la corte de los Medici no era el equivalente renacentista del jurado del Premio Nobel, y Cosme II no era copernicano”. Los Medici no recompensaron los hallazgos de Galileo “por su importancia científica ni por su utilidad tecnológica, sino por su valor como espectáculos, como prodigios exóticos”, señala Biagioli.

El contrato de Galileo especificaba claramente que su obligación laboral era participar en los debates de la corte. El convenio por escrito detallaba que el sabio no tenía la obligación de vivir en Pisa, “ni de enseñar allí, salvo honorariamente cuando os plazca, o cuando lo solicitemos expresa y extraordinariamente nosotros, para nuestro placer o el de los príncipes o señores forasteros que nos visiten; residiendo ordinariamente en Florencia y prosiguiendo el perfeccionamiento de vuestros estudios y vuestra obra, con la obligación, empero, de venir a donde estemos nosotros, incluso fuera de Florencia, siempre que os llamemos” (citado por Biagioli).

Es a causa de esta obligación contractual que las investigaciones de Galileo parecen desordenadas. Las realizaba en función de las cuestiones que estuvieran de actualidad y su función era tener preparada una batería de respuestas para preguntas como “¿por qué existen los cometas? ¿por qué el hielo flota sobre el agua? ¿por qué Saturno es triple? ¿por qué brilla con luz propia la piedra de Bolonia? o ¿qué son las manchas solares?” Preguntas que se lanzaban tras los banquetes y que debían generar discusiones “en lengua vernácula” sobre temas “humanísticos y agradables”.

Sobre todo agradables. Porque estos debates podían tener sus riesgos. En abril de 1616, Curzio Picchena, secretario de los Medici, escribe a Galileo: “Tengo entendido que piensa permanecer en Roma hasta que se retire el cardenal Medici. Ante esta información, retomo lo que sus altezas me recordaron una vez que debía advertirle: que al sentarse a la mesa del Señor Cardenal, donde probablemente habrá también otras personas doctas, Vuestra Señoría no entre en disputas sobre los asuntos que le han concitado la persecución de los monjes”.


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