El ‘Orfeo’ de Salomon Reinach sigue siendo un libro muy útil al que acudir cuando no hay más remedio que documentarse de urgencia. Aunque en muchos aspectos el libro está desfasado, en otros todavía sirve porque las fuentes que consultó el venerable historiador y arqueólogo francés siguen siendo las mismas a las que acuden los autores actuales. Es el caso de los druidas, los sacerdotes galos a los que Reinach dedica unas pocas páginas en las que resume lo que los historiadores clásicos escribieron sobre ellos. No había ni hay más, porque los druidas preferían la cultura oral a la escrita. No tenemos acceso a la imagen que tenían de sí mismos. La que hemos recibido nos ha llegado a través de los ojos de otros, extraños y enemigos.
El perfil más conocido de los colegas de Panorámix se lo debemos a Cayo Julio César. “En toda la Galia hay dos clases de hombres que cuentan y son reverenciados. (…) De estas dos clases, una es la de los druidas, la otra, la de los caballeros. Los primeros velan por las cosas divinas, se ocupan de los sacrificios públicos y privados, regulan todas las cosas de la religión”. Según explica César en su ‘De bello gallico’, los druidas también se dedicaban a terciar en las cosas mundanas. Así, “dirimen todos los pleitos, públicos y privados”. En cuanto a su jerarquía, “entre todos los druidas, uno sólo es superior a los demás y ejerce la autoridad suprema. A su muerte, si hay uno que sobresalga en dignidad, le sucede”. ¿Y qué pasaba si había varios ‘candidatos’? “Si hay varios iguales, se disputan la primacía por el sufragio de los druidas y algunas veces por las armas”.
En cuanto a sus asambleas, “en una cierta época del año se reúnen en un lugar consagrado del país de los carnutos, que tienen por el centro de la Galia”.
También tenían sus privilegios: “Los druidas tienen la costumbre de no ir a la guerra y de no pagar impuestos como el resto de los galos”. Tras comentar su exención del servicio militar, César explica de qué modo y por qué los druidas ejercitaban su memoria: “Se dice que aprenden de memoria un gran número de versos. Los hay que permanecen en su escuela durante veinte años. Mantienen el criterio de que su religión prohíbe confiar todo esto a la escritura, a diferencia de las demás cosas, como las cuentas públicas y privadas, para las cuales se sirven del alfabeto griego”. Este rechazo de la escritura llama tanto la atención del estadista romano que desarrolla un interesante razonamiento para explicarlo: “Me parece que han establecido este uso por dos razones: porque no quieren ni difundir su doctrina entre el pueblo ni hacer de modo que los que aprenden, al fiarse de la escritura, descuiden su memoria, ya que muy a menudo sucede que la ayuda de los textos trae consigo menos aplicación para memorizar y menor capacidad de memoria”. Los druidas, “ante todo, intentan persuadir a cada uno de que las almas no perecen, sino que pasan después de la muerte de un cuerpo a otro: esto les parece especialmente apropiado para excitar el valor en la medida que elimina el miedo a la muerte”.
En sus ‘Historias’, el griego Diodoro Sículo (90-20 a. C.) apunta algunos matices interesantes. Para empezar, define a los druidas como “filósofos y teólogos a los que se rinden los máximos honores”. Añade también que “predicen el futuro por la observación de los pájaros y por la inmolación de víctimas. Tienen a toda la población bajo su dependencia”. El griego Estrabón (63 a. C. – 19 d. C.) expone en su ‘Geografía’ que los druidas “son considerados los más justos entre los hombres y por ello tienen encomendada la tarea de juzgar los litigios privados y públicos”. En tiempos más remotos, “incluso tenían poder para arbitrar las guerras y podían detener a los combatientes en el mismo momento en que se disponían a formar la línea de combate; pero sobre todo se les confiaban el juicio de los casos de homicidio”.
Pomponio Mela -que por cierto, era de Algeciras- afirma en ‘De Chorographia’ que los druidas “pretenden conocer el tamaño de la tierra y del mundo y la voluntad de los dioses. Enseñan muchas cosas a los nobles de la Galia, en secreto, durante veinte años, ya sea en cavernas o en bosques retirados”. También detalla su creencia en que las almas son inmortales, “lo que los hace más valientes en la guerra”, y añade dos detalles estupendos: que por esta creencia los galos “remitían al otro mundo los ajustes de cuentas y el pago de las deudas”.
Muy en su línea, Plinio el Viejo (23-79 d. C.) entró en más detalles en su ‘Historia Natural’. “Los druidas -escribe- no tienen nada más sagrado que el muérdago y el árbol que lo lleva, suponiendo siempre que se trate de un roble. Por causa sólo de este árbol escogen los bosques de robles y no cumplen ningún rito sin la presencia de una rama de este árbol”. El muérdago “es algo que se encuentra raramente, y cuando lo hallan, lo cortan en una gran ceremonia religiosa el sexto día de la Luna -ya que por la Luna rigen sus meses y sus años, así como sus siglos de treinta años-”. Siguiendo con el muérdago, “le dan un nombre que significa ‘el curalotodo’. Después de haber preparado ritualmente el sacrificio y un festín bajo el árbol, traen dos toros blancos cuyos cuernos se han atado por primera vez”. En este punto Plinio describe la característica vestimenta de los druidas y menciona sus hoces de oro: “Vestido con un ropaje blanco, el sacerdote sube al árbol y con una hoz de oro corta el muérdago, que los otros recogen en un lienzo blanco”.
Volviendo a Reinach, el autor aborda en ‘Orfeo’ el discutidísimo asunto de los sacrificios humanos que, siempre según los autores clásicos, practicaban los sacerdotes galos. Podría tratarse de “sacrificios simulados”, sugiere el historiador en una línea muy seguida por los celtófilos, los celtómanos y seguidores despistados de la New Age: “los sacerdotes sacaban a las ‘víctimas’ unas cuantas gotas de sangre, o bien se figuraban las mismas con maniquíes a los que se prendía fuego. Es cierto, por otra parte, que los criminales de jurisdicción ordinaria, los traidores y los recalcitrantes eran a veces metidos en los dichos maniquíes”.
Con todo, Reinach deja varias preguntas sin respuesta: “¿Eran casados los sacerdotes? ¿Vivían en comunidad? No cabe afirmarlo ni negarlo”. ¿Hubo druidesas? “No es seguro que hubiera sacerdotisas, al menos en la época de César, porque las profetisas de la isla de Sena, magas y hechiceras, pueden muy bien no ser más que un mito poético acogido por el geógrafo Pomponio Mela. En cuanto a las druidesas, de que se habla a veces durante el imperio, son decidoras de la buena ventura; nada prueba que las mujeres hayan intervenido en la institución druídica antes de su decadencia”.