En ‘Por qué hay tantas damas de la noche’, introducción a la antología ‘Vampiras’, Charles G. Waugh, afirma que el primer cuento en el que apareció una vampira fue ‘No despertar a los muertos’, publicado en 1823 y atribuido a J. L. Tieck. Si recuerdan, recogí el dato en el post dedicado a la presunta devoradora de sudarios cuyo esqueleto enladrillado fue encontrado recientemente por el peculiar antropólogo italiano Mateo Borrini. El escritor José Luis Calvo precisó en un comentario que “en realidad ya aparecía una vampira en el cuento ‘Vampirismo’ de E.T.A. Hoffmann escrito en 1821 (o 1819 según otros) y basado en el cuento de Abdul Hassan y su esposa Nazilla de ‘Las 1001 noches’”.
Reencuentro esta referencia en ‘Los vampiros ¡Vaya Timo!’, de Jordi Ardanuy, muy recomendable libro publicado por Laetoli y que he podido leer de gorra por gentileza de Javier Armentia, que dirige la colección de la que forma parte. En el capítulo 6, ‘Los vampiros en la literatura y el cine’, Ardanuy añade dos apariciones literarias de vampiras previas al relato de Hoffmann, sólo que no se trata de cuentos, sino de poemas. “La primera referencia en este sentido -indica Ardanuy- es la balada de Johann Wolfgang von Goethe ‘La novia de Corinto’ (1797), una adaptación del episodio de la Empusa de Corinto de ‘La vida de Apolonio de Tiana’”. Tres años después, Samuel Taylor Coleridge escribía el poema inconcluso ‘Christabel’ (1797-1800), protagonizado por la joven que le da título, que es víctima de una vampira ‘psíquica’ llamada Geraldine.
En la parte más interesante del libro, Ardanuy recorre la transición de los vampiros del folklore a la literatura. Me quedo con un dato que ignoraba: el introductor de la palabra ‘vampiro’ en España fue fray Benito Jerónimo Feijoo en 1754. Por supuesto, el monje escéptico no se creyó ni una palabra de las sorprendentes historias de cadáveres andantes y bastante molestos que le llegaron a través la ‘Disertación sobre los vampiros’ de Dom Antoine Augustin Calmet. Gracias a él, la voz ‘vampiro’ entró en nuestro país y acabaría por asentarse en la novena edición del diccionario de la RAE en 1841 con este significado: “Nombre que dan en ciertos países septentrionales a los cadáveres que suponen salen del sepulcro a chupar la sangre de los vivos”. Les invito a compararla con la primera acepción de la edición actual.