La caída del Imperio Romano fue un proceso muy complejo que tuvo insospechadas ramificaciones domésticas. Hubo momentos en los que la hospitalidad romana obligaba a los ricos hacendados a acoger en sus dominios a tribus enteras de germanos de todo pelaje. La barbarie le entraba a uno hasta la cocina, se ponía cómoda y se servía el desayuno la comida y la cena muy a su gusto. Eran situaciones menos épicas y trágicas que las que aparecen en las películas –esos saqueos, incendios, multitudes aterradas-, pero no dejaban de ser pequeños dramas hogareños. O tragicomedias. El obispo galorromano Sidonio Apolinar no tuvo más remedio que hospedar un grupo de invitados que se pusieron cómodos sin dificultad alguna. El prelado, que además era un estupendo poeta, envió sus impresiones por carta a un amigo que le pedía la composición de un poema:
“¿Cómo? ¿Yo?; Aunque fuese capaz de ello, ¿Que componga yo un himno fescenino en honor de Venus según me pides? ¡Pero si vivo en medio de hordas melenudas! ¡Si no oigo más que hablar en germánico, y he de aplaudir, con gesto torvo, lo que se le ocurre cantar en medio de su borrachera a un burgundio de cabellos perfumados con manteca rancia!” “¿Quieres que te diga lo que anula mi inspiración? Empujada por las corazas de los bárbaros, Thalia desdeña los versos de seis pies cuando contempla a mis ‘protectores’, de siete pies de altura. Felices tus ojos, tus oídos, e incluso tu nariz, pues cada mañana diez guisos me envían las emanaciones fétidas del ajo y la cebolla. Tú no estás obligado, como si fueses su suegro o el marido de su nodriza, a recibir al amanecer a todos estos gigantes a la vez, tan numerosos que la misma cocina de Alcinoo apenas podría darlos cabida”.