Ha habido poca actividad esta semana por aquí, y la que ha habido ha sido mortuoria. Ustedes perdonen: entre que estoy de obras en casa y que me he apuntado a la autoescuela para ver si logro recordar cómo era eso de conducir que aprendí hace diecinueve años, tengo la cabeza un poquito acelerada, pedal derecho. Las obras, por cierto, me han obligado a retirar todos mis cedés, que estaban puestos en una vieja estantería a la que añadí travesaños extra para que cupiesen más. Como el bricolaje nunca ha sido lo mío, todos los travesaños quedaron torcidos en diferentes ángulos: la cosa iba aguantando, pero era una ofensa estética que por fin vamos a solventar. Eso sí, en las nuevas estanterías, tan bonitas y perpendiculares, no me caben todos los cedés, así que tengo que seleccionar más o menos un 60% y almacenar los otros en algún otro lugar oscuro y menos accesible.

En fin, el caso es que me pillan en pleno ejercicio retrospectivo, porque, claro, uno no se puede poner a trasladar cedés sin escuchar alguno. Y, entre otras cosas, estoy dando un tiento a discos de The Fall que hacía tiempo que no repasaba: ya saben, The Fall, la banda de los incontables álbumes y los incontables miembros, uno de los grupos que más han despreciado las convenciones del rock, o quizá uno de los que mejor han entendido cuáles de esas convenciones eran realmente importantes. Como en este New Big Prinz de 1988, donde les bastan los elementos mínimos para armar una canción que muchos odiarán, pero que, en esta versión en directo en el programa de Tony Wilson, da un montón de energía para ponerse a mover muebles y volver la casa del revés.