
Hoy publicamos un cuadernillo especial para celebrar el 115 aniversario del periódico, y la idea era retratar en la actualidad a personas que protagonizaron en algún momento una portada: tenían que posar con una reproducción de aquella primera plana de antaño, juntando pasado y presente. Claro, la cosa se volvía más difícil a medida que nos remontábamos en el tiempo: primero, porque la gente tiene la fea costumbre de fallecer o, simplemente, se vuelve difícil de localizar, pero también porque hace cuarenta años la idea de la portada era distinta, menos propensa a sacar gente ‘normal’ y, además, copada a menudo por las barbaridades de ETA. A mí me ha tocado bucear en portadas tirando a viejitas para ver si daba con algún personaje: tras mucho esfuerzo y con mucha suerte, pude contactar con el bilbaíno que pescó un mero gigante en Venezuela en 1963 o con el danés que vivió un curso en Ajuria Enea en 1988, pero fracasé en otros o me topé con el muro infranqueable de la muerte. Lo que nunca pensé es poder dedicar una de las páginas (con un poco de trampa, claro) a una portada de 1926. Pero resultó que sí, que el grupo retratado en primera plana de aquella edición de El Pueblo Vasco seguía existiendo. Con otros miembros, claro, pero con idéntico nombre y propósito.
Era aquella una portada tremendamente inusual para la época. La foto de Llopis no era el habitual cromito, sino que se publicó a buen tamaño, seguramente porque los retratados, los cinco miembros de los Fisk Jubilee Singers, resultaban llamativos para los lectores: el grupo afroamericano había actuado en la Sociedad Filarmónica y la crónica que acompañaba a la foto lucía el título Músicos exóticos en Bilbao. Para entonces, en realidad, los Singers ya eran un proyecto veterano: habían surgido en 1871, para hacer giras y recaudar fondos para la Fisk University, la pionera universidad negra de Nashville, Tennessee, y en el siglo XX emprendían tournées por Europa. Sus conciertos, además del mérito artístico, tenían cierta vertiente pedagógica, porque en el Viejo Continente no había costumbre de escuchar a voces tan educadas interpretando espirituales y otras formas de música afroamericana.
Reconozco que me daba un poco de miedo la crónica de El Pueblo Vasco, porque eran tiempos en los que el discurso se deslizaba a menudo (e incluso, muchas veces, inadvertidamente) hacia planteamientos racistas, pero creo que es un texto respetuoso y, en ocasiones, incluso entusiasta. Va sin firma, pero parece claro que el autor era el encargado de la crítica de ópera y música clásica. En una didáctica introducción, explica que el quinteto ya había actuado en Inglaterra, Francia, Alemania y Madrid con su repertorio de «cantos espirituales negros, cantos de las plantaciones y cantos de trabajo». El público bilbaíno los recibió «con simpatía y no poca curiosidad» y la sala estuvo «casi tan brillante» como en la actuación de Pau Casals. «Desde la primera canción entró el auditorio en esta exótica modalidad musical que nos traían los de la Fisk. El conjunto de las cinco voces dio al instante la impresión de un órgano», escribía aquel colega de hace un siglo, que hablaba de «sonidos perfectamente amalgamados» pero reconocía «cierta desorientación en el público» ante una técnica «distinta a la de las escuelas clásicas».

Además, elogiaba la variedad de las piezas: «Tan pronto eran melancólicas, profundamente tristes, como cantos plañideros; o dulces, alegres y pimpantes de eufórica gracia. Tienen, desde luego, un ritmo característico, racial, que es, a nuestro modesto entender, lo más interesante de su haber musical». El quinteto tuvo que ofrecer varios bises y, según la crónica, su «ritmo saltarín» contagió de alegría al público de la Filarmónica. «Sobre todo, las chicas tan guapas que acuden a esta sala estaban entusiasmadas del quinteto. Hasta llegaron a perder esa seriedad que habitualmente aparentan sus agraciados rostros en otros conciertos». Además, funcionó «por primera vez» el micrófono que permitía la radiodifusión del concierto.
Escribí a la gente de la Fisk University, que se mostró encantadora y animosa. Identificaron a aquellos cinco miembros del grupo vocal como el reverendo James A. Myers (que dirigió el conjunto entre 1923 y 1928), su esposa Henrietta Crawley Myers (que fue su sucesora al frente del quinteto), Carl J. Barbour, Horatio O’Bannon y Ludie David Collins. Y el actual director, George Preston Wilson, tuvo la amabilidad de retratar a la actual promoción del grupo en el descanso de un ensayo, sosteniendo una impresión de aquella primera página que protagonizaron sus remotos antecesores, y me respondió a un par de preguntas. «Me resulta muy conmovedor mirar esta foto. Ver a personas que no solo abrieron un camino para mí en la música, sino que además mantuvieron un legado que, en esencia, impactó al mundo. Para mí es un honor poder continuar este legado de educación a través de la interpretación de esta forma musical tan singularmente americana», dice. ¿Y cómo se imagina la reacción de aquellos espectadores europeos, que conocían tan poco de la cultura afroamericana? «Musicalmente, creo que el público quedó cautivado ante una estructura y organización tan clásicas, pero también impregnadas de una emoción y una convicción profundamente personales. Además, me parece que los europeos se sentían intrigados no solo por la música de los afroamericanos, sino también por su presencia: los Fisk Jubilee Singers vestían con elegancia y eran corteses y muy elocuentes. Estoy seguro de que eso era bastante distinto de las ideas preconcebidas que se tenían sobre los afroamericanos en aquella época».