Habrá gente que esté ahora descubriendo a Dylan, o a Bach, o a Agoraphobic Nosebleed, y con esto pretendo disculparme de antemano por hablarles como si fuera una novedad de una artista que triunfó en los 80. La cuestión es que yo no la conocía y que llevo una semana escuchándola con asombro y dedicación, así que ahí va su nombre: Giuni Russo. En su concierto de hace un par de semanas en San Sebastián, Franco Battiato interpretó un tema que compuso para ella hace casi treinta años, L’addio, y consiguió uno de esos momentos prodigiosos que convierten sus actuaciones en una experiencia inolvidable (y lo digo yo que lo veía por primera vez, así que imaginen la emoción de los franquistas irredentos). La canción combina un hondo lirismo con una letra extravagante que, hasta donde yo pillo, utiliza palabras como oblicuidad e hidrógeno, pero ya saben que esas anomalías son el pan de cada día en el universo battiatiano.
En fin, Giuni Russo, fallecida en 2004 a los cincuenta y pocos años, era una cantante de Palermo con un rango vocal muy notable. Y, como suele suceder con las gargantas privilegiadas, se dedicaba a demostrar sus dotes con una persistencia quizá excesiva. Pero, ay, la salvan tres cosas: las canciones son muy buenas (al menos en Energie, el álbum que surgió de su colaboración con Battiato), algunos agudos suenan casi sobrenaturales y los efectos que hace con la voz alcanzan una notable bizarría. A lo mejor la odian, pero escuchen su interpretación de L’addio hasta el final, pasadas las desconcertantes imágenes de hockey infantil.