El viernes me reafirmé en que los macrofestivales cada vez me importan menos, porque en ellos es imposible reproducir la excitación y el subidón que me proporcionaron los dos conciertos de la noche. Triángulo de Amor Bizarro cumplieron mis expectativas con un concierto intenso, sin bises (salió la bajista neorrubia, con un vaso de cubata y unas pinzas de echar hielo, para aclarar que no tienen más canciones) y bien saturado de ruido, sí, pero también sobrado de estribillos infalibles por su conjunción de melodía certera y letra memorable. Y, como tantos otros, aproveché lo tempranero de esa actuación para saltar al Antzoki y ver a Manta Ray, unos tipos que no están entre mis favoritos y que me han aburrido bastante en otras ocasiones, pero que el viernes se marcaron un concierto sobresaliente, apasionante de verdad, con un sonido potente y nítido que se escucha pocas veces. Así da gusto salir de casa y arruinarse en cervezas.
Me dio por pensar que Triángulo y Manta Ray están seguramente englobados en el mismo género teórico, por esa comodidad mental de pensar que todo el mundillo alternativo español es un destilado homogéneo de Rock De Lux, pero sus presentaciones en directo no pudieron ser más dispares. Si entendemos la historia de la música como una tensión constante entre dos polos (entre el estribillo y el desarrollo, entre la concisión y la exploración… a un lado estarían el rock and roll original y el punk y al otro, el rollo progresivo o el techno inteligente), cada uno de estos grupos se colocó decididamente a un extremo de ese espectro. Triángulo se remitieron varias veces a la pulsión del rockabilly más básico, de una manera que en disco no me parece tan evidente, mientras que Manta Ray supieron reproducir lo mejor del rock setentero más ambicioso, como el falso tribalismo de Can, sin desdeñar los guitarreos protoheavies tan propios de aquella época. Y qué bien me lo pasé con los dos.