Tengo un amigo que se ríe de mí por la cantidad de muertes que comparto en Facebook, como si me hubiese convertido en un empresario de pompas fúnebres o un pájaro de mal agüero. En las revistas de rock, la sección de obituarios se vuelve cada vez más extensa, y a veces da la impresión de que los aficionados vivimos en una interminable despedida. Ayer, por ejemplo, se nos acumularon las malas noticias: empezamos la jornada con una muerte, la del estadounidense David Roback (fundador de Mazzy Star, Opal y Rain Parade), y la terminamos con otra, la del valenciano Eduardo Bort (el de la foto, figura esencial en el rock progresivo español, aunque su dimensión en esa escena trasciende fronteras). Los dos eran guitarristas, y estaba a punto de escribir que sus estilos parecen opuestos, pero después he pensado que seguramente sus raíces comparten un sustrato psicodélico que después cada uno procesaba a su manera. Qué caramba, hay pasajes acústicos de Bort sobre los que podría cantar perfectamente Hope Sandoval, el otro 50% de Mazzy Star.

Los dos crearon música que me apasiona y que, de alguna manera, también coincide en los efectos estupefacientes sobre mi cerebro: tanto las canciones bellísimas y narcotizadas de Mazzy Star como el fabuloso álbum de debut de Bort me transportan a una dimensión extraña y mágica. Pero a la vez, cada vez que muere un artista, siento cómo llaman impacientes a mi puerta todas las tareas pendientes. Ya va siendo hora, por ejemplo, de que escuche un poco en serio a Rain Parade, cuya exigua producción discográfica desconozco casi por completo, y también debería ponerme con el otro álbum de Eduardo Bort, el segundo, ensombrecido por el prestigio de su predecesor. Cada vez que nos despedimos de un artista en Facebook, deberíamos obligarnos a escuchar un disco suyo que no conozcamos.