A los periodistas nos gusta mucho armar bulla con asuntos como Second Life, ese universo virtual que brinda la posibilidad de ser otro, de crearnos un avatar para vivir con él las aventuras que el mundo real nos niega. Pero, últimamente, noto que Internet está provocando en mucha gente el efecto más o menos opuesto: la virtualización de la vida, la renuncia a la biografía privada en favor de un avatar público. Los escritores y, en especial, los autores de diarios conocen bien el riesgo de reducir tu existencia a una mera acumulación de experiencias susceptibles de ser contadas, del mismo modo que algunos turistas entienden sus vacaciones como un safari fotográfico sin interrupción. Pero, con la posibilidad de difusión que da Internet, el fenómeno ha alcanzado dimensiones de pesadilla: hay personas que parecen vivir para volcarse en sus blogs o, muy particularmente, en sus fotologs, que se crean un perfil y luego ajustan a él su realidad. Al fin y al cabo, ¿qué se puede esperar de una cultura que llama amigos a esa recua de desconocidos que figura en la lista de MySpace?
Hablo de esto porque he descubierto en mí algún síntoma leve de esta enfermedad. Cada vez consulto más mi perfil de Last.fm para ver qué canciones he escuchado en la última semana. Y, a veces, me alegro cuando me salen determinados grupos en el random del iPod, pero no porque en ese momento me apetezca escucharlos más que a otros, sino porque quiero que avancen puestos en mi ranking de usuario. Ay, cuánta tontería.