De un tiempo a esta parte, ser aficionado al rock equivale a vivir en un obituario continuo, porque nuestros músicos de referencia se van haciendo viejitos y nos dan muchos disgustos. Como es normal, unos te duelen más y otros te duelen menos, y a mí lo de Ric Ocasek me ha entristecido mucho, aunque en todos estos años no haya sido capaz de escribir correctamente su nombre sin consultarlo. The Cars, su banda, fue un grupo ecuménico, de asombrosa transversalidad, que lo mismo podía gustar a los seguidores de las radiofórmulas que a los fans del power pop, el punk, el rock progresivo o el hard rock, y además venía enriquecido con un envoltorio ultrapop de vídeos inolvidables y actitud impecable y divertida. Quizá fueron quienes mejor supieron entender eso que podríamos llamar tercera vía, una manera de entender la nueva ola que eludía con igual tino la comercialidad excesiva y el espejismo underground. Ocasek componía canciones resplandecientes, irresistibles, arrolladoras, a las que el grupo daba fuerza y brillo con esa combinación de guitarras urgentes y teclados robados al rock setentero y el AOR.
Ya sabrán que Ocasek ha muerto a los 75 años (me ha sorprendido su edad, porque lo creía unos cuantos años más joven) y toca recordarlo con una de sus canciones. No resulta fácil elegir. Recuerdo una reseña en la que alguien escribió, no como reproche sino como raro elogio, que el mejor disco de The Cars era su grandes éxitos, porque los sencillos del grupo eran tan apabullantes que destacaban sin remedio, incluso en medio de un material repleto de tesoros ocultos. En cualquier caso, me voy a quedar con un sencillo a medias: Hearbeat City, la canción que daba título y servía de cierre a su quinto álbum, solo fue single en algunos países, y a mí me entusiasma su melancolía sintética, tan apta para una despedida.