Prince me cae muy bien. Hace muchos años que no sigo su carrera, aunque en su momento fui comprando fielmente todos los álbumes desde Purple Rain hasta Lovesexy, que me siguen pareciendo, así en general, sobresalientes. Todavía hay mañanas en las que me levanto con alguna canción suya en la cabeza -suelen ser When Doves Cry, Rapsberry Beret o Starfish And Coffee– y me desconcierta su deriva posterior, aunque sé que mi desinterés es en buena parte culpa mía: me temo que no soy un gran amante de la música negra y por eso prefiero el periodo, digamos, más blanco del artista. Y, aunque lo que he oído de su nuevo álbum tampoco me dice mucho, estoy atendiendo con entusiasmo a sus maniobras mercadotécnicas. Ya saben que regaló el cedé en el Reino Unido con el periódico Mail On Sunday y que empezó anteayer una serie de 21 noches consecutivas en el colosal O2 Arena de Londres, con todo vendido.
No sé si acierta en su planteamiento -hombre, creo que la obligación de tocar para ganar dinero es el mandamiento nuevo para los artistas-, pero al menos es un tipo que ha hecho algo, en lugar de llorar como plañidera al ver cómo se marchita el anterior paradigma. Además, acabo de leer que se atreve a empezar el concierto con Purple Rain, que lleva preparadas 150 canciones para decidir el listado de cada noche y que versiona el Crazy de Gnarls Barkley, decisiones que me admiran todas ellas. Y más aún cuando le veo en las fotos recientes igual que hace 25 años, pero con un estilismo bastante mejor que aquella pesadilla de la moto púrpura y los bigotones.