Estos días, Gabinete Caligari se han adueñado de la banda sonora de mi casa, por aquello del calentamiento para el concierto de Jaime Urrutia. En realidad, la música no ha tardado en emanciparse de esa función preparatoria, porque sé perfectamente que buena parte de lo que he estado escuchando no va a tener ningún reflejo en el repertorio de esta noche en el Antzoki. Ya he dicho más de una vez que a mí me gustan todas las etapas de Gabinete. La inicial, oscura y morbosa, me apasiona especialmente, pero también disfruto de todo lo posterior: su brillante adaptación del afterpunk al imaginario cañí, su evolución hacia sonidos de rock clásico e incluso canciones como La culpa fue del cha-cha-cha, que ha quedado como emblema de su decadencia y detonante de su disolución pero a mí me parece brillante. De hecho, mis escuchas de estos días me han reafirmado en lo sólido que es el álbum que la contiene, Privado, el quinto de la carrera del trío.
Pero, como los toros (me perdonarán la licencia), uno tiene sus querencias, que me han llevado sin remedio a aquella primera fase que bebía de la estética y los sonidos del post-punk británico. Las evocaciones de ese periodo suelen centrarse en Golpes, Olor a carne quemada y Obediencia, que encabezaban sus primeros sencillos, pero pasan más por alto los cortes siniestrillos de su primer álbum, Que Dios reparta suerte, de 1983, quizá porque las asombrosas canciones taurinas del disco les hicieron sombra. Yo siempre he tenido debilidad por tres de esas parientes pobres y, escuchándolas estos días, me han parecido frescas, vigentes y perfectamente versionables por grupos post-punk actuales como Futuro Terror, tan cercanos en algunos rasgos a los primeros Gabinete. Me refiero a la masónica Grado 33 y a los temas que cierran y abren el disco, El arte de amar y este intenso Tierra de nadie.
La fotaza de arriba, con Urrutia al capote, es del archivo de EL CORREO (no aparece el nombre del autor, qué rabia) y está tomada en el coso bilbaíno de Vista Alegre.