Miro a Disintegration, que hoy cumple treinta años, y me doy cuenta de lo viejitos que nos hemos ido haciendo juntos. Lo del disco favorito siempre es un reduccionismo un poco injusto, pero supongo que, si tuviese que elegir un solo álbum para escuchar solo eso el resto de mi vida, tendría que ser Disintegration, el disco en el que The Cure depuraron su fase oscura de principios de los 80 y lograron destilar lo mejor de sí mismos. Recuerdo perfectamente cuando me lo compré, en el Discoclub de la calle Doctores Castroviejo de Logroño, y también guardo en la memoria la sensación de la primera escucha: la mayoría de mis discos preferidos no me gustaron al principio, y ese vínculo con ellos se robusteció de alguna manera por el esfuerzo de salvar la distancia que nos separaba de partida, pero el efecto de Disintegration fue inmediato y arrasador. Lo de la canción favorita también es siempre una ocurrencia un poco boba, pero, si tuviese que elegir un solo tema para escuchar solo eso el resto de mi vida, tendría que ser Plainsong, el primer corte de Disintegration, bellísimo pasaje hacia un mundo donde las emociones se acentúan y se poetizan. Y no hablo solo de los sentimientos positivos, porque Disintegration, la canción, es una de las composiciones de ruptura más intensas y tremendas del rock.
Me pongo hoy Disintegration (acabo de hacerlo, ahora mismo estoy entrando poco a poco a través de Plainsong) y me remite en parte a aquellos veranos eternos y aquellas inseguridades infinitas de la primera juventud, pero al efecto nostálgico se le superpone la validez que este disco sigue teniendo en mi vida. Es un refugio, como toda la música que importa, y también una especie de cristal (como ese velo traslúcido de la portada) a través del que se ven las cosas de otra forma, más chula y mejor.