Hay grupos que te siguen gustando, simplemente, porque te gustaron una vez, y cada vez que los escuchas recuperas de alguna manera aquella relación que estableciste con su música hace mucho tiempo. Pero, a mí, los Buzzcocks cada vez me gustan más y, si es que puede decirse así, me gustan mejor. Sus canciones tienen un evidente efecto inmediato: son caramelos melódicos envueltos en la acometida enérgica de las guitarras, quizá la cumbre de esa receta eterna de combinar punk y pop. Pero, en vez de agotarse con las escuchas igual que golosinas que van perdiendo el sabor, cada vez parecen más ricas, más complejas, menos evidentes. No sé si tiene sentido buscarle explicaciones, más allá del hecho de que los tres primeros álbumes del grupo son una sucesión apabullante de canciones magníficas, pero supongo que algo tendrá que ver lo de que los Buzzcocks no fuesen punks estereotipados, de esos que parecían hechos por encargo para un muestrario: sus fundadores, Howard Devoto y Pete Shelley, se conocieron gracias a su interés compartido por la música electrónica, y en sus temas menos ortodoxos asoma la sombra de estilos tan ajenos al punk (y tan apreciados por los punks más listos) como el krautrock de Can. Ay, los Buzzcocks, qué buenos son y qué ganas tenía de verlos de nuevo: cómo disfruté en aquel concierto de 2009 en el que lograron embutir sus dos primeros discos enteros más algunos extras.
No podrá ser, ya saben: se ha muerto Pete Shelley, el líder de la banda y su vocalista desde que Howard Devoto los dejó nada más empezar para inventarse el post punk. Shelley tenía 63 años y, según parece, ha sufrido un ataque al corazón en Estonia, donde vivía. Las canciones de los Buzzcocks nunca han sido alegres del todo, porque su apariencia chispeante y la vocecilla de Shelley siempre parecen delatar un fondo de melancolía, y esta noche eso sucede más que nunca.