Foto: Elvira Megías
El otro día, para el trabajo de verdad, entrevisté al gran Hipólito García, ese hombre al que todos conocemos como Bolo. Me quedé con rabia por las limitaciones de espacio, porque Bolo es un candidato extraordinario para una entrevista al estilo Jot Down, de esas que repasan una vida poco a poco: sus actividades conspiratorias, como a él le gusta llamarlas, impulsaron buena parte de la escena musical de los 70 y los 80 en Bilbao. La entrevista (solo en papel, ya lo siento) dio para repasar aquel descubrimiento de la música en la infancia, con la discoteca Holiday pegada al hogar familiar de Deusto («me quedaba con 7 u 8 años en la puerta, esperando a que saliesen los artistas para pedirles postales y que me las dedicaran. Mi madre bajaba a las ocho o las nueve de la noche: ‘¡Venga, Bolo, sube!’»), la tienda de discos que abrió a mediados de los 70, llamada Woodstock («había una intención que no era vender discos: no se trataba puro comercio, servía para algo más, para crear un ambiente que en Bilbao no existía»), y las salas que marcaron una época en la capital vizcaína: la más efímera Cotton Fields, en Sondika, y el legendario Bolos.
Por el camino, la escena se fue especializando. Bolo me contaba que, en los tiempos de Woodstock, un álbum que escuchaban mucho era el Harvest de Neil Young: «No sabíamos lo que era la heroína, pero ese disco nos acompañó durante un tiempo, nos gustaba llevarlo. Era una época en la que todos escuchábamos lo mismo, porque no había tanto material». En el Cotton Fields, abierto en el 79, aparecen las primeras crestas y la cosa escora hacia «el rock and roll más anfetamínico: Eddie & The Hot Rods, Johnny Thunders & The Heartbreakers, el punk…». Y en el Bolos, inaugurado en 1983 con Derribos Arias como protagonistas del primer concierto, se codeaban ya las distintas corrientes juveniles: «Las tribus tenían su estética, pero todos se mezclaban, nunca hubo ese enfrentamiento, porque tampoco había tanta gente. Los cientos de personas que representaban esas corrientes eran colegas, colaboraban en los fanzines e incluso iban a los mismos conciertos, porque no había tantos». Bolo, por cierto, siempre ejerció de hiperactivo enlace entre Bilbao y Madrid, y yo no sabía que eso había empezado cuando le tocó hacer la mili en Colmenar Viejo.
A mí siempre me ha llamado la atención la ausencia de grupos vizcaínos en la primera división del pop-rock nacional, así que le pregunté a Bolo si es que la movida bilbaína no había sabido venderse. «Es que no sé si la hubo -me respondió-. Había cosas sueltas, un poco dispersas, y creo que tampoco los grupos lo veían como un negocio. Los Santos, una banda de pop fantástica, o Rufus, o incluso Doctor Deseo… Yo creo que se conserva un poco ese rollo aldeano en el buen sentido, más doméstico, y nadie tuvo la intención de ir más allá. Se conformaban con tocar en Plentzia, en las fiestas de Urduliz… ¡Ni las Vulpes aprovecharon la oportunidad! Quizá había inseguridad, temor, y tampoco había promotores para exportarlo. En la época del Getxo Sound, El Inquilino fueron los que más salieron, pero luego se volvían y se quedaban ahí». Bolo, afincado en Madrid desde 2001, siempre espanta el moscón de la nostalgia, pero también reivindica una pasión que echa en falta en buena parte de la música actual: «Los conciertos se han convertido en actos sociales, como la ópera. Antes eso no pasaba: te ibas a Rekalde, a un chiringuito, a ver una banda punk que era un desastre y sonaba como el orto, pero era de puta madre. La pasión y la intensidad se han hipotecado».